LA OBRA

Ella era la primera vez que iba a teatro y aún no conocía el mar. Él, la había invitado en la tarde vía WhatsApp: Amor, me regalaron dos entradas para ver una obra en el Jorge Isaacs. Quiero que me acompañes. La obra empieza a las siete. Aunque ella tenía clase de inglés al otro lado de la ciudad y esa semana no había ido ni un sólo día a clase, su respuesta no se hizo esperar: Sí, Amor. Te acompaño. Para agilizar el desplazamiento, él la recogió en el trabajo y el tráfico ayudó. Eran las 5 y 15 de una tarde de octubre y Cali tenía un cielo triste y un calor nostálgico. Alcanzaron a hacer una escala en la casa y ella alcanzó a ducharse y a cambiarse de ropa. A las siete en punto presentaron la entrada y un acomodador los guió al tercer piso asignado al Palco de cortesía que les había correspondido en un teatro hermoso, declarado monumento Nacional y con el hálito misterioso de todos los teatros del mundo. Una autentica palomera, amor. Lo siento. Se disculpó él y continuó la queja al constatar la poca visibilidad del lugar: como en la casa. De aquí no se ve nada. Discúlpame, amor, si quieres nos vamos y te invito a comer. Y aunque en realidad, poco o nada se veía, hicieron un esfuerzo histriónico por ver desde aquel ángulo inservible para el teatro aunque sea un pedazo del escenario. Cortinas de hule trasparentes que colgaban desde un techo muy similar a las cortinas que se usan en las carnicerías para conservar la cadena de frío. El aire acondicionado empezó a funcionar y ella se puso el chaleco negro, a media luz, apenas se veían. Las luces de los teléfonos móviles empezaron a resplandecer en los rincones del teatro. Abajo en el escenario una actriz anoréxica vestida de época, iniciaba su monólogo sobre un amor furtivo en el mismo palacio de la Reina de Inglaterra. La mujer alcanzó a divisar en el palco de enfrente varias sillas vacías, pensó que desde ese lugar verían mejor la obra. Él, enojado consigo mismo por el paupérrimo lugar que les correspondió hizo un ademán infantil de disgusto y cuando alzó los hombros ella se puso de pie y salió por una de las cortinas traseras del palco mientras él, mentalmente empezó a calcular el recorrido que tendría que hacer su esposa para ascender al otro extremo del teatro. No le tomaría mucho tiempo.  Pensó en las historias de fantasmas en los teatros, en aquellos que sobrevivieron a incendios accidentales y provocados, en los psicópatas nocturnos, en los francotiradores con silenciador, en conspiraciones secretas, en misiones imposibles en el surrealismo del trópico en el que todo es posible y en explosiones infalibles. Ya había pasado el tiempo suficiente para que llegara y abriera la cortina de la puerta de enfrente y para que apareciera, se sentara y pudiera llamarlo a él, que descansaría si la viera. Cinco minutos más y nada. Pensó en la posibilidad del baño. Habrá ido a retocarse a maquillar su enojo. Como toda mujer que lo demora todo.  Nada. Nadie más se movía en los palcos, ni de sus sillas en el comienzo de una obra él no estaba viendo. La llamó al celular y estaba apagado. Transfigurado por el desespero escuchaba unos actores con sed de venganza, con discusiones acaloradas. Vivía en su cabeza y su realidad angustiosa su propio drama: ella no habría la maldita cortina, dos minutos más y voy, se dijo. Pensó también al pasar el tiempo en algún asesino que la hubiese tomado por rehén para salir a la calle y enfrentar a la policía. Pensó en los casi once años de concubinato acostumbrado a espejos rotos, de la mascota en común, de las deudas a 15 años. Se puso de pie, en el mismo instante cuando el mensajero en las tablas fue asesinado. La protagonista lloraba, gemía, se arrastraba por el escenario descalza y el cruzó un portal en el que varios fantasmas de niños le sonrieron y se escondieron en la cortina y luego desaparecieron atravesando los muros. Al pasar por un ático, dos siluetas de mujeres ahorcadas eran conducidas a la hoguera. La muchedumbre gritaba al unísono ¡Quemen a la bruja, quémenla!  ¡Ejecútenla!, preparen, apunten… a la guillotina… ¡Esperen, es mi esposa!, hoy vino conmigo a este teatro. Ella no ha hecho nada. Nos dieron dos entradas para un palco. No alcanzábamos a ver la obra desde ahí, ella no hace parte de esto, por favor, esperen…

El hombre estaba siendo iluminado por la luz central, el público extasiado aplaudía de pie. Él alcanzo a verla sentada en la última fila del primer piso. Fue la primera vez que fue al teatro y todavía no conocía el mar.

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