“¡Diles que no me maten!”. Fue el destello que
me impactó a mis nueve años y me sorprendió ante el poder de la palabra hablada
y la literatura. Aquel día en cuarto de primaria, escuchar leer a mi Maestro de teatro,
significaría treinta años después, desde mi rol como docente oficial, que piense con convicción, que la lectura en voz alta es fundamental
para promover la lectura en el aula.
El profesor,
leía, interpretada y dibuja con
su voz, el cuento de Juan Rulfo, para
aquella clase triste, en un salón a blanco y negro, con
puertas y ventanas de madera. Nos motivaba a seguirlo, caminaba entre los niños fascinados ante el
arsenal de su voz. Hacía ademanes,
utilizaba inflexiones e impostaciones con su voz y con gestos histriónicos, navegaba por el salón, recreando con su lectura, las voces, los colores y los diálogos más
sensibles de una de las historias más dramáticas de la literatura
latinoamericana.
El
sortilegio residía en su voz como un instrumento artístico. Daniel Prieto Castillo, en su libro, La
Pasión por el Discurso, diría que
hay voces totales e influyentes y otras capaces de hacer dormir a un Ejército. Al profe de teatro, lo recuerdo como un mago
capaz de crear mundos maravillosos, lugares, climas, situaciones, y en el
clímax de la historia, leía a través de la voz de Juvencio y Justino Nava en todos los tonos, facetas y matices
posibles. Provocaba emociones, sentimientos
e imágenes, ante el embelesado auditorio
que se deleitaba al escuchar su lectura providencial. Nosotros,
sus veintisiete estudiantes encantados.
Aquel texto, leído de manera magistral, fue la primera lectura en voz
alta que inspiró mi vida.
¿Cómo
era posible que de un libro tan pequeño salieran escenas tan vívidas para
imaginar y recordar para toda la vida?
¿Por qué una historia de venganza y de odio provocó un interés por la lectura y
la literatura, y sobre todo, creer que
era la mejor manera posible de leer?
Cuando leo a mis estudiantes en el salón de
clase, entiendo que la lectura en voz
alta, apasiona, impacta y vuelve prestidigitadores a los profesores que la
utilizamos. En
voz alta, la lectura se hace más viva, más
colorida y más real. Hoy, cuando
de nuevo leo a Rulfo
a mis estudiantes, con pasión por el discurso, recuerdo al
profesor de teatro, con su talento hasta
para leernos el Fin.
Octubre de 2016.
El valor
de los suicidas
Piense en esto: ¿Qué tanto lo
aterroriza un pinchazo para una glucometría?
¿Qué tanto lo intimida la aguja de
una inyección que perfora la piel, la dermis y la epidermis y que pareciera que
fuera a atravesar el hueso?
¿Qué tanto le temes al dolor? ¿Qué tan valiente
eres? ¿Eres fuerte? ¿Le temes a la Muerte?
Los suicidas tienen el arrojo y
el carácter suficiente para enfrentar la muerte. Son valientes que aunque
sueñan ser anónimos, quedan en la memoria de los vivos masoquistas y son
recordados por su última decisión ejemplarizante y su sublime e inspirador acto
temerario.
Es por eso que, cuando un
suicida decide quitarse la vida, sea por salto al vacío, por ahorcamiento tipo El Iscariote, con arma de fuego,
intoxicación letal, desangramiento en el pavimento o anorexia, ya ha tomado una
decisión valiente: al decidir atentar contra sí mismo, sin derecho a fallar ni
arrepentirse, ha tomado una decisión
difícil y virtuosa.
Cuando un suicida triunfa, nace
un héroe digno de ser recordado.
En la antigua Grecia, por
ejemplo, los suicidas podían solicitar como una dosis personal – y por única
vez en la vida- cianuro, láudano o cicuta, si algún ciudadano agobiado con su
existencia concebía insoportable la vida. Imagine cuán angustioso y humillante
sería para un suicida en Colombia estrato 1, 2 o 3, hoy realizar una fila tipo
Sisbén, en cualquier ciudad en el país de los trámites y las engorrosas
tramitomanías. Si un suicida decidido
solicitara ante el tedioso e ineficaz sistema de salud colombiano su petición,
debería soportar primero el suplicio de una fila agobiante por más de 5 horas,
o un trámite legal y dispendioso de 15
días hábiles, retrasados por festivos espinosos o un partido vespertino de la
Selección Colombia, para poder morir
heroicamente y de oficio. Para poder partir como un buen ciudadano, con
valentía y convicción a la paciente Muerte que espera a los osados con los
brazos abiertos.
Afortunadamente, existen otras
maneras más eficientes y caminos más amables y poéticos para buscar el tan
valeroso y anhelado fin. El puente del viaducto de Pereira, el salto del
Tequendama, algún ventanal de un piso 13 de un edificio gubernamental, alguna avenida
transitada del centro, con buses articulados llenos de pasajeros desesperados,
pero resignados al sistema y con aliento apenas para sobrevivir.
La Organización Mundial de la
Salud, OMS, por su parte, considera al suicidio como la epidemia del siglo XXI.
Según datos recientes de esta Organización ecuménica, más de 800000 personas se
suicidan en el mundo al año. Sin
embargo, un ejército de valientes ha decidido evadir como guerreros este mundo
miserable, sin muestras de viruela, varicela o sarampión, huyendo de impuestos
al 4 por mil y al 19%, al terror y la violencia en las calles, al bullicio
superfluo, a la depresión silenciosa, al egoísmo generalizado, al chikungunya
tropical, a la indolencia y la indiferencia humana.
Los suicidas son valientes, son rebeldes
con causa. Osados, inteligentes y creativos. Prefieren morir con dignidad y
escoger ellos mismos, la hora, fecha, edad y su forma de muerte. Como dioses
soberbios que rigen su propia vida. Para estos atrevidos y temerarios
transgresores del destino, pido un siglo de memoria. Se les debería homenajear en Muerte,
construyendo con su perfil y remembranza, algún monumento en bronce, libre de
estiércol de palomas, en las plazas y en las calles más importantes, como
reconocimiento a estos verdaderos héroes en cada parque principal de ciudad
capital.
El caleño, Andrés Caicedo, por
ejemplo, conoció el secreto de la valentía y hasta desafió a la Muerte. Al
consumar su tan anunciado suicidio pareciera que se hubiese llevado la clave de
su éxito a la eternidad. Aunque a decir verdad, no fue tan egoísta como parece,
varias pistas fueron consignadas y las compartió a su vez en su azorada
literatura urbana y en su cuento Infección:
“Odio a Cali, una ciudad que espera, pero
que no le abre la puerta a los desesperados.”
Marzo de 2017.
A manera de catarsis. Remembranzas,
una tarea.
Me
he propuesto escribir estas líneas con la sinceridad que tienen los seres
humanos cuando nada tienen que perder. Decir la verdad nos hace frágiles, nos
hace parecer desnudos ante los demás, pero nos hace más libres, genuinos,
livianos y sobre todo nos convierte verdaderamente en seres Humanos. Ad
portas de cumplir cuarenta años de edad, sin haber sembrado el árbol ni ser
padre, quizás en la mitad de mi vida, con el fantasma de la Muerte rondando por
mi cabeza a diario, agobiado todavía por el fallecimiento de mi Padre a sus 65
años en enero, recuerdo con nostalgia y la misma y necia melancolía que mi
madre era abogada criminalista. Murió a los 32 años de un tumor cerebral y las
pocas veces que la veía en la casa, la apreciaba rodeada de libros de Derecho y
escribiendo en una máquina eléctrica marca Cannon, cuya letra se me asemejaba
mucha a la vista en las letras de sus libros. En una maleta peregrina de los
tantos trasteos que tuvimos había una colección de libros de literatura. Con
cada mudanza se volvía más liviana, bien porque regalaban algunos ejemplares o
bien porque otros tantos se extraviaban o terminaban rayados por la mano
derecha de mi hermana con bolígrafo azul en trazos circulares como espirales de
insipiente caligrafía.
Recuerdo
varios títulos: Diálogos de Platón, Todos los cuentos de García Márquez,
Pobres gentes, Noches Blancas de Dostoyevski, El círculo Matarese
de Ludlum y una enorme novela titulada Shogún de James Clavell de 1208 páginas.
La
figura y presencia de mi madre, su trabajo en casa preparando y redactando
procesos en defensa de peligrosos criminales y sus libros, fue sin duda, la
principal influencia que estimuló mi curiosidad por las letras, ya que
muchas veces quise averiguar y leer que escribía.
Tecleaba
hasta muy tarde, y muchas veces amanecía escribiendo y muchas noches también
imaginaba que interpretaba un Piano gris que creaba la música de las letras,
folios y carpetas sobre el papel blanco.
Cuando
aprendí a leer recuerdo la primera colección de cuentos animados que mi madre
me regaló. Eran unas cartillas muy bien diagramadas e ilustradas a color en las
que aún guardo en la memoria muchas imágenes vívidas de personajes fantásticos
y universales: Un cíclope solitario gritando al cielo, unos pequeños
hombrecitos atando con cuerdas a un gigante en una playa, mientras varios
barcos anclados ondeaban banderas de países lejanos; unos piratas y cruentos
corsarios luchando a muerte en una isla con un tesoro, una botella misteriosa,
un barbado náufrago en una isla desierta por varios años que una vez, un
viernes, encontró a un nativo y le puso Viernes por nombre, en fin. Recuerdo
tantos cuentos y relatos que después de leerlos me permitieron adentrarme en la
vorágine de la Literatura mientras aparecía un gigantesco genio de una fabulosa
lámpara dispuesto a conceder tres deseos. Imaginaba que lo leído de aquellos
libros era posible, así que volar sobre esteras o alfombras caseras rumbo a
conocer tierras lejanas era fácil de acceder, hasta creí en aquella época en la
que mi mamá vivía que la felicidad existía. Luego, muchos años después frente a
esta página vienen con los recuerdos la añoranza, los autores conocidos
desde niño que mostraron el universo y el camino de las letras por el que es
tan fácil entrar, perderse y sucumbir: Homero, Daniel Defoe, Jonathan Swift,
Robert Louis Stevenson, García Márquez, Juan Rulfo.
Luego,
indefectiblemente, a pesar de la buena voluntad de mis maestras de secundaria,
quienes sólo nos ofrecían para leer algunos de los fragmentos y resúmenes que
contenían los libros de texto. De ellos aprendí algunos títulos, muchas épocas
que en la mente de un escolar se confundían y nombres de algunos autores, pero
también aprendí lo que evitaría hacer como docente de Lenguaje cuando estuviera
liderando una clase de Lenguaje y Literatura en un salón de clase con niños o
jóvenes ávidos de buenas historias. Porque a la mayoría de los niños les gusta
leer, les gusta que les lean y sobretodo, les gusta escuchar buenas historias.
Así que leería y privilegiaría la lectura en voz alta en el aula de cuentos
completos y capítulo a capítulo, novelas en su totalidad para escuchar toda la
voz literaria o todas las voces en la eterna polifonía humana, como cuando
escuchamos voces o hablamos con nosotros mismos.
La
lectura en voz alta como práctica pedagógica genera más cercanía con la
literatura misma y con nuestros estudiantes. Es una manera democrática y
atractiva de leer, además de estimular la capacidad de escucha y la imaginación
de quienes nos escuchan, es como abrir un portal en el que cedemos la voz y la
palabra a otro lector que da otro matiz, brillo y color a la voz de un narrador
o un personaje. Al tiempo, que entre todos conocemos, escuchamos y leemos una
historia.
Desde
mi rol actual de Docente de Literatura a través de la lectura en voz
alta, procuro transmitir en cada clase la pasión de ciertos textos
y obras literarias y la fuerza y el aliento narrativo de obras como Cien años
de Soledad, Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez, El Túnel
de Ernesto Sábato, ¡Diles que no me maten!, Es que somos muy pobres, Macario de
Juan Rulfo, El Extranjero de Albert Camus, entre otros. Es y así lo creo la
mejor manera de leer y la mejor forma de homenajear a los autores y sus libros.
Haber
escogido por pasión a la literatura y a la escritura una licenciatura en
Literatura de la Escuela de Estudios literarios en la Universidad del Valle,
Alma Máter en la que conocí grandes Maestros y una Biblioteca generosa que me
permitió leer otras obras y otros autores que enriquecerían aún más mi
formación para mi quehacer docente. Universidad en la que también me
habitué a Escribir. Como un acto liberador que desafía a la soledad. Escribir
para vivir, escribir para no enloquecer, leer para imaginar y no sufrir.
Escribir y leer para evadir, escribir y matar en el papel, para no matarnos
como le aconsejaban sus amigos a Andrés Caicedo, lástima que no haya hecho
caso.
No
sé si Madre entendió alguna vez la importante influencia que ejercen los libros
en un niño. Quizás sí, ella era una buena lectora. Hoy la recuerdo junto a las
viejas maletas de los tristes trasteos y aún la lloro junto a la Memoria de mi
Padre también en la Isla de la Muerte en los dominios de la Parca silenciosa e
inexorable que todo lo acaba. Para ellos dos este recuerdo y estas letras.
Julio
de 2017.
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