VOCES DE MACABRIO


A Lorena y Carolina
por su amor incondicional a Macabrio.


“Cuando se te acaban las ganas de vivir,
ni Dios con su sonrisa puede alegrarte”.
FRAGMENTO DE LOS CUADERNOS NEGROS
DE MACABRIO OLDUMAR

APLAUSOS
“La primera vez que me maté,
fue para fastidiar a mi amante,
la segunda por pereza
Y la tercera, fallé por puntería”.
JACQUES RIGAUT


I
Con una rosa negra en la mano y en el mismo lugar silencioso donde una tarde lluviosa de abril, él, recitó para ella los versos de su gloria, Laura Andrea, envuelta en un extraño hálito de fina tristeza, identificó lúcida el signo de la muerte, las lágrimas del adiós y su indiscutible derrota.
Vestida de azul y blanco, sujetaba su portafolio dorado, despidió de sus bellos ojos las últimas trece lágrimas, con la grandeza de los que pierden en la guerra de la vida, sucumbió ante su realidad.
Tres aves de la muerte la sorprendieron mirando el suelo. Se alejaron en los confines inalcanzables del cielo plomizo y roto, sobre aquel cementerio mudo, recinto de sus recuerdos, testigo de versos premonitorios que ni su estudio ni su inteligencia pudieron descifrar.
Sólo ella permanecía ajena a la lluvia bíblica que desbordó la fuente, junto a la última multitud del miércoles –maldito o envolatado – quienes esperaban impacientes y ensopados los buses de regreso.
Poco después que Laura Andrea escuchara los pitos de llegada de las rutas funerarias, los fantasmas de luto junto a la fuente se esfumaron en cuestión de suspiros, en un unísono estrépito de afán y festiva algarabía, dejando a su paso tumultuoso y chapoteante, vestigios reciclables de una jornada más de tristes muertos con alegres dolientes.
Un reguero de empaques plásticos, envases de refrescos, vasitos desechables para el café, entre una infinidad de sobras comestibles sobre el camino, siguió Laura Andrea con sus ojos, hasta llegar a una de las ventanillas abiertas del bus blanco, repleto y destartalado, desde donde un niño con gorrita y traje de marinero pegado al cuerpo, le sonrió y la llamó con la mano.
Laura Andrea le envió un beso con dos dedos y a la distancia, de sus uñas un esmalte blanco empezaba a despintarse.
Una voz atrás del niño lo intimidó: ¡Déjala! Siempre se queda hasta las seis.
El marinerito devolvió el beso con ambas manos abiertas y una mano friolenta cerró con brusquedad de atrás la ventanilla y el motor puso a andar el primer bus en el mismo instante en que el radio se encendió, sorprendiendo a todos los pasajeros con una canción alegre y de moda y vivas y aplausos se escucharon, mientras con fanfarrias, pitos y cornetas, desfilaron los tres buses de vuelta a los barrios de los vivos infelices.
A mitad del camino el primer bus se varó. Sus ocupantes entre rechiflas y protestas festivas, entre burlas y manifestaciones de pifia, tuvieron que bajarse, mojarse y empujar.
Al impulsarlo, como a eso de tres canciones, prendió el motor de nuevo y al abordar el bus, continuaron cantando una canción de fiesta, dejando sola a Laura Andrea, quien se regocijó con el último estruendo del cielo y sonrió ante el gigantesco flash fotográfico que tanto le anunció; que le relampagueó en el alma, que le llenó de luz el baulito del valor dentro del corazón para efectuar sin el menor indicio de nerviosismo o ansiedad, por fin su decisión.
Ángeles desnudos la acariciaron desde el firmamento. La lluvia la vivificó, le obsequió aliento y supo así pues, que sin mayor espera había llegado el momento de dejar de una vez y para siempre el cementerio, de una vez y por toda la eternidad, su tormento. De una vez y sólo con su muerte, se burlaría de la vida. Entendió que sin Dios, sin ciencia, sin amor, sin recuerdo – sin su ángel de la guarda siquiera – había llegado su fin.

II

En la sala de urgencias habíamos seis.
Menos de los pacientes presupuestados del anunciado y fatídico fin de semana del año bisiesto.
Febrero inundó con lluvias lo que en aquella sala blanca, aséptica e iluminada, aquella ambulancia manchó de sangre.
Había acabado de sentarme en una silla acolchonada a esperar que me menguara el dolor y a que me entregaran mi fórmula médica.
El yeso me tallaba en alguna parte del brazo izquierdo que en un comienzo no sentía. La sensación del brazo inflamado y ardiendo o inflamado y doliendo, no lo soportaba. Iban a ser las seis en el reloj de pared.

La sirena con su inconfundible canción de emergencia, con su destello intermitente de su luz carminezca anunció la llegada de un nuevo paciente. Un caso más de vida o muerte, o quizás, de muerte y autopsia.
¿Sería un herido más resultado de la accidente en la autopista? Al igual que yo, ¿Otro fracturado? ¿Sería una mujer?
El revuelo fue instantáneo:
La sirena detuvo el tiempo con su estruendo de tragedia. Un alarido de sirena verdadero, como si fuera ella la herida de muerte, agonizante en una playa desierta en la orilla del mar… mitad pez, mitad mujer: ¡Una sirena!... cabellos, senos, escamas… ¡Carajo, estoy delirando! Aún la inyección me tiene dopado, que dizque para el dolor y estoy alucinando.
La sirena coloreó el ámbito en aquel momento. Un ordenado bullicio de plaza de mercado me recordó en cámara lenta que estaba en un hospital.
Sólo entonces advertí que a los demás pacientes, compañeros idénticos de dolores, incluyendo a un niño que en su yeso empezaba a dibujar, nos uniformaba un yeso.
Una enfermera despeinada abrió la puerta, el mismo tipo afeminado que hacía sólo un momento estaba lustrando el piso con un trapero oloroso a sándalo, corrió afanado hasta la puerta y armó en tres movimientos de manos expertas una descascarada camilla metálica con diminutas llantas negras que estaba puesta junto a la puerta. La deslizó hasta el umbral callejero y entonces, como estampido apocalíptico, a gritos de terremoto o voces de guerra, el médico de turno salió expulsado de una de las alas de las puertas.
Cuando por destino o por accidente vi lo de aquella tarde, me aferré más a la vida y tuve una indeleble certeza: el color de la muerte es rojo.
Una vez pintándole de amarillo un cumpleaños a Santiago, lo bañamos, ejecutándolo sin clemencia con cinco baldes en ráfaga llenos de pintura, en el mismo paredón que le ayudábamos a pintar.
Aquella mañana feliz, le ofrecimos restaurar la casa y terminamos adornándolo a él.
No sé por qué asocié aquel domingo de pintura, cerveza, asado y pastel, con aquel muchacho que entraron entre afanes y angustias, bañado completamente en sangre, con la cabeza reventada; con uno de sus brazos roto que emanaba un líquido rojo escandaloso que lo ensuciaba todo con su sangre. Transformando lo blanco en un reguero de plasma en el piso. Manchando la impoluta ropa de los médicos, paramédicos y enfermeras.
Esta mancha de sangre que ven aquí en el yeso fue un recuerdo de la mar de sangre de aquel día; festival del rojo inagotable, bullicio, caos, ajetreo mancomunado y escarlata. Un hijo de la muerte en aquella tarde inolvidable de sangría.

III

Aunque todo este estropicio de aventura parece la consecución de mi sueño, es otra cruenta pesadilla porque aún estoy vivo.
Cuando se libera de a poco la sangre de tu cuerpo, de a poco, también te debilitas y por las venas rotas y abiertas se te va la vida. Pierdes lentamente la visión y el calor del brutal golpe, que antes identificabas como adrenalina sólo en el estómago, se generaliza y lo sientes como borbotones de agua hirviendo por todo el cuerpo.
Ellos están más asustados que yo. Desde el momento que me levantaron del suelo, no se acuerdan ni de su nombre. El mío es… ¡Ya lo sabrás! Después alguien curioso se lo averiguará como sea, y otra vez el mismo cuento. La tediosa apología de la necia repetición para que por favor y por amor al Dios que una noche me vio nacer y por respeto a los míos que tanto me quieren y que me vieron crecer, no lo vuelva a hacer.
Seguiré escribiendo con la mano izquierda. Seguiré viviendo para intentarlo otra vez.
Porque esta salvación absurda no se las voy a perdonar. Porque esta libertad a elegir no me la pueden prohibir.
Otra vez las mismas despistadas enfermeras. Ya no en el piso siete ni mucho menos en el diez.
Ahora una habitación exclusiva – cómo si la mereciera – en el habitado primer piso, con todos los cuidados, silencios, restricciones y atenciones del caso.
Noblemente se esmeran en atenderme.
Estas caras ya habían estado aquí. Toda esta gente ya la había visto antes.
¡Qué bonitos son los ojos de la enfermera de la foto que pide se haga silencio!
¿Qué estará haciendo Laura?

IV
Lo volvió hacer.
Cero de vida, tan cerca a la muerte. Cero y van seis.
Continúa tan intransigente y empecinado en huir a su modo. En su extraño y único estilo suicida.
Al parecer y en definitiva, de otra manera no aprendió a ver la vida. Su visión fatalista ha creado un arraigado imaginario que ya ha empezado a florecer.
Esta vez y para efectos de la actualización de su historia clínica, admito que carezco de algún registro escrito o cualquier anuncio cifrado en este nuevo intento de suicidio.
Hace un momento, en este domingo 29 de febrero he hablado con su hermana, quien se escucha destrozada emocionalmente. Su discurso es desesperanzador.
Afirma desconocer también las razones en esta ocasión.
Su hermano mayor no ha vuelto a escribir ni a dejar cartas siniestras debajo de las esteras ni en ninguna otra alfombra o tapete de su casa.
Existe la posibilidad de presenciar un recrudecimiento clínico y psicosomático a la situación referida al paciente.
Desestimo posibles motivaciones pasionales en las identificadas anteriormente en el caso como de convencionales.
En el paciente, los ideales se han perdido o transformado en oscuros sentimientos que permanentemente lo azuzan, confundiéndolo y haciéndole perder sensata relación con las proporciones, distorsionando su percepción de realidad cognitiva.
Persiste en vestirse constantemente de luto. En un negro absoluto que lo oculta y envuelve en un tétrico entorno y recodo interior que ha establecido y elegido como una especie de zona de seguridad y comodidad manifiesta.
Un luto total y atroz que legitima y sentencia su único objetivo: la muerte.
Expresa un luto general y obsesivo que no logra del todo esconder ni disfrazar su infortunada incapacidad de amar.
Descarto herencia demencial. Estudios neurológicos e investigaciones soportadas en dos años de seguimientos comportamentales y actitudinales así lo escatiman. Su familia y él han participado activamente del tratamiento.
Advierto con algo de extrañeza, cambio de procedimiento.
Estoy un poco cansada y confundida. Remitiré algunas sesiones de trabajo intensivo a mi padre, el doctor en psiquiatría clínica Alfredo De la hoz.
Algunas veces dudo hasta de la existencia de su historia. Es tan inverosímil.
¡Es absurdo! Creo que su caso me está afectando.
Revalidaré el tratamiento. Daré un viraje rotundo al proceso y con nuevas dinámicas de trabajo lo encaminaré por otro rumbo más delimitado.
Jugaré también en el columpio de sus ambages y ambivalencias.
Caminaré en la cuerda que el a puesto en su abismo.
¡Qué manera más extraña de querer dejar huella!
¿Qué estará pensando Macabrio?

V
Cuatro semanas claustrofóbicas bajo estricto control y cuidado. De vez en cuando y sólo con supervisión sigilosa, un paseíto reverdecedor por el jardín de los simpáticos insectos y las mudas y solitarias bancas blancas.
A ese jardín le faltan rosas.
Aún no estoy del todo bien, pero desde el primer piso me dieron de alta. Me duele mucho la cabeza.
Hace una semana también se fue mi hermana. Creen que todo es falso, creen que es un fracaso y terminan de dejarme.
Hace cuatro días que no veo a Laura. Y aunque estoy de gris, aún ni al sol ni a la luna esquiva le he llorado.
Esta pastillita amarilla para el dolor de cabeza es amarga y produce demasiado sueño.
Ayudé a una enfermera a ordenar mis cosas y mi cama en el hospital. Sobre un viejo mueble una maleta pequeña está lista. Mi ropa de febrero la botaron.
Marzo con sus destellos de pesares me ha traído un regalo. Percibo un nuevo aire, cierto matiz en un color del cielo, tal como si fuera un verano.
Claudia, la más delgada y amable de las enfermeras me dice que mamá dejó un mensaje. - La casa está lista. De nuevo la han pintado. Pronto llegarán tus padres y tus hermanos.
La ciudad está distinta. Un tímido sol es testigo y cómplice. Caminando con dificultad llegaré a mi encuentro con el tedio y la rutina. Debo cumplir a las tres en punto la cita con el doctor Alfredo Vano… ¡Qué pena, doctor! Iría encantado pero… ¡No iré! Por lo menos Laura Andrea escuchaba, algunas veces en absoluto silencio escribía y otra voz recitaba y sin esfuerzo cuerpos caían de azoteas, cuchillas cortaban venas y bocas bebían láudano.
Tocan a la puerta… Cerca hay un espejo grande. ¡Caramba, cómo he cambiado! Son las cinco y media. De nuevo de negro, sobrio; esperando tranquilo el día en el que sin duda ni falla alguna me evada sin el remedio.
- ¡Buenas tardes!
-Buenas tardes. ¿Usted es el doctor Vano?
-¿Macabrio?... ¡Hijo, cómo has estado!
-Bien, doctor. Siga. ¡Siéntese!
-Macabrio, Laura Andrea me facilitó el registro de las últimas sesiones de su historia clínica. Las he estudiado con sumo interés y créame que no comprendo su actitud.
-¡Siéntese, por favor, doctor!
-Todo este tiempo en el hospital tuve la convicción, después de tratarlo, de conocer a una persona normal.
-¡Soy normal, doctor! Falta limpiar el espejo, pero, ya ve… ¡Normal!
-Su familia llegará mañana.
-Sí, doctor, pero será tarde.
-¡Por amor a Dios, joven! Si tan sólo tiene veintidós años. Ellos lo aman, usted lo sabe. ¿Cree que no es un milagro todo esto? ¡Sobrevivir a lo que usted sobrevivió! Macabrio, por amor a Dios, ya van seis intentos fallidos.
-¿Tanto ha cambiado la psicología, doctor? ¡Tranquilícese! Vamos por partes, ¡Cálmese! Tome aire. Respire profundo… Piense en globos de colores vivos, cuente hasta diez. A ver, ahora sí. ¡Conversemos! ¿Por qué tan alterado?
Lágrimas como un rocío tenue brotaron muy despacio por los lentes del doctor.
El hombre de cincuenta y dos años era el padre de Laura Andrea. Tenía los mismos ojos verdes de su única hija.
Macabrio, ignorando su daltonismo, entendió por un momento el juego de aquel día, pero no quiso jugar con colores confusos ni con desesperos tardíos, entonces se sentó a escucharlo.
-Todo es lo mismo y de nuevo esta vez acudo a tu caso. ¿Hasta cuándo? Lo lograrás ¿Y qué? ¿Después qué? ¿Lo mismo que has dicho? ¿Silencio, paz, tranquilidad? ¡Por Dios, Macabrio! Ya hemos ido al cementerio y en él has declamado. Hemos ido a la morgue y en ella has almorzado. Has presenciado cirugías y en ellas has llorado. Entonces, ¿Para qué continuar arando en el desierto árido? ¡Muchacho, tu vida está en tus manos!
Estas cosas imaginaba silencioso Macabrio Oldumar, un joven apasionado de veintidós años, la fantástica tarde de marzo en la que le dieron de alta, cuando irrumpió en sus pensamientos el timbre prolongado del teléfono y a eso de las cinco y treinta y seis contestó:
- Aló, buenas tardes.
- ¿Macabrio?
- Sí, con él. ¿Quién habla?
- Macabrio, hablas con Alfredo.
- ¡Qué tal, doctor! ¿Cómo está?
- Bien, hijo. ¿Y tú? ¿Terminaste de instalarte en la casa?
- Sí, señor. Falta echarle un poquito de aceite a las bisagras de la puerta. Por lo demás todo bien.
- Hijo hoy te estuve esperando.
- Lo sé, doctor. ¡Discúlpeme! Mañana voy temprano.
- ¿Y tú familia? ¿Don Hernán, doña Helena y tus hermanos?
- Todos bien, doctor. ¡Gracias! ¿A quién le paso? …

VI
Del caso de Macabrio Oldumar hace tres semanas no sé nada.
Sólo supe hasta ayer que mi padre, el doctor Alfredo De La Hoz, tuvo una entrevista con él. Las últimas sesiones psicoanalíticas las ha orientado él.
Fue una sesión tranquila pero improductiva. Asistió puntual de nuevo vestido de negro. Se mostró ensimismado y absorto en sus inaprehensibles pensamientos. Su familia aseguró que desde hace tres días no ingiere una comida completa.
Se le observó en estado depresivo, sumergido en una hipocondría profunda, al parecer, ligada a un estado de frustración compleja vinculado a su vez con su más reciente intento fallido de suicidio.
¿Hasta qué punto valoramos la vida? ¿Qué otros factores de los más conocidos inciden en fomentar una animadversión tan aguda a nuestra existencia?
Macabrio es un joven que hasta hoy, aparentemente, no ha padecido de mayores infortunios ni decepciones significativas en su vida ni posibles traumas severos en el trascurso de infancia. Aún así, se jacta en el sufrimiento y halla sumo placer ideando su autodestrucción y su muerte.
¿Hasta qué punto soñamos? ¿Hasta qué punto elevamos nuestra capacidad de ilusión, esperanza y sorpresa?
En Macabrio, aún nada se ha definido. De Macabrio Oldumar aún nada se a dicho.
Sólo sabemos – y nos duele admitirlo- que otra vez se intentará eliminar. Lo volverá hacer y aun cuando lo sabemos, ¿Qué podremos hacer? En su inminente partida ¿Cómo lo podremos detener? En su deseo de fuga, en su insaciable anhelo de huida, para disuadirlo y para que desista, ¿Cómo lo podremos convencer?
VII
De entrada me dijo que no quería hablar.
Se sentó como siempre en el diván, sin acostarse. Me pareció muy débil, triste y distante. Estuvo varios minutos contemplando la lluvia por la ventana. Justo cuando acababa de salir de su casa esta mañana llamé a sus padres. No saben qué hacer y se sienten culpables. Él les juró una y otra vez que ellos nada tenían que ver, que no se culparán más, que no lloren más ¡Carajo!, que yo sí los quiero, pero ¡Déjenme en paz!
Enfatizaron en que desde ayer no come. A duras penas recibe lo que periódicamente su madre le lleva para beber: jugos de frutas de colores claros – excepto de uva y de mora- porque le recuerdan la sangre.
Le pregunté si deseaba escucharme.
-No hay problema, doctor. Bien pueda hable.
Clavó entonces su mirada en algún lugar más allá de la ventana y se dedicó simplemente a ver llover. Comencé a hablarle – esa vez también sentí que fue en vano-.
Hemos aplicado diversos esquemas de tratamiento y aún no ha respondido satisfactoriamente a ninguno. Carecemos de respuestas significativas frente al proceso desarrollado con el paciente. Todavía no reacciona de su depresión psicótica y se mantiene aferrado indefectiblemente a su lapidaria esencia. Ignora cualquier otra dimensión emocional posible y desprecia cualquier perspectiva que lo aleje de sus actitudes neuróticas inquebrantables.
De todo el grupo de psicólogos, psiquiatras y demás profesionales que de manera mancomunada hemos intervenido y participado en este caso por más de dos años, siempre y en sesiones distintas, en diversos entornos circunstanciales nos queda más que diagnóstico en común, la misma extraña sensación. Esa, no es tristeza. No es una enfermedad mental. Por más que con nuestra ciencia como aliada, luchemos; por más que nuestras almas para ayudarlo, desnudemos, por más que para enseñarle las bondades de la vida, nos esforcemos, este muchacho, llueva o truene, desequilibrado o cuerdo, con o sin amor por dentro, se va a matar.
Con quien más ha compartido de nosotros es con mi hija Laura Andrea. Participó en jornadas distintas a las de la soledad de Macabrio. Con Macabrio, el del luto perpetuo y con toda la familia Oldumar.

VIII
Antes de este reciente intento de suicidio, tuve la oportunidad de compartir con Macabrio y con todos los integrantes de su familia.
En poco tiempo logre que me aceptaran como una amiga útil en aquellos momentos difíciles. Una amiga del muchacho que nunca tuvo amigos, una amiga del más solitario y triste de la familia Oldumar.
Macabrio es el mayor de tres hermanos. La segunda se llama Claudia y es la enfermera más diligente y consagrada que ha tenido Macabrio en sus encuentros cercanos con la muerte. Sin duda, Claudia es la más próxima al oscuro hálito que viste a su hermano. El hermano menor es un niño precoz de sólo ocho años. Muestra un inusitado interés por la salud de su hermano mayor y en un par de ocasiones me ha pedido el favor que le permita leer algunos fragmentos del estudio sistemático que he escrito del caso de Macabrio.
En aquella época de sobrias vacaciones con estrategias inéditas aún para el caso de Macabrio intenté acceder a él. Apenas si conozco dos o tres planetas de su infinito universo: sin sol, con tantos planetas fríos y distantes, con tantas estrellas apagadas y lejanas. En su extraño cosmos, día tras día, sin lunas ni astros testigos lo absorbe y de a poco lo desintegra un gigantesco y misterioso agujero negro.
Claudia me facilitó para fotocopiar gran parte del poemario de Macabrio.
Escribe bien. Advierto la sutil presencia de una mujer en su imaginario. Siempre en sus textos le atribuye caracteres desdeñosos, crueles y lapidarios. Según la descripción es muy bella, alta, de cabello largo y de rostro angelical. Me anima y sorprende a la vez la existencia de esta mujer que según lo expresado en el papel, abre una posibilidad de motivación y alegría en sus nuevas emociones que antes prefería abstenerse de traslucir.
Aunque en aquellas tarde no hablé con él, dialogué mucho con sus hermanos. ¡Son tan distintos como los dedos de una mano! Un antónimo perfecto en el empañado espejo de Macabrio.
Mientras hablaba con ellos él se dedicaba a escribir en su habitación. También redactaba textos inalcanzables en la cocina, en el patio o donde lo sorprendiera la pasión literaria de sus años.
Asocio en su caso una obsesión. En sus heridas páginas hay una predominante: siempre en sus escritos muere alguien, siempre en sus escritos muere Macabrio.


IX
Siete vidas tiene un gato. Macabrio no es un gato. Seis veces lo ha intentado.
En junio hace cuatro años fue la primera vez. En aquella ocasión bebió dos frascos de insecticida para uso doméstico. Masticó hasta la etiqueta sin motivo aparente alguno. Fue por la época del eclipse total de sol.
Macabrio es un muchacho inestable, inseguro y con demasiados eclipses emocionales.
Por esos días acababa de graduarse de bachiller. Cuenta su hermana Claudia que extraños ideales lo colmaban de cierta alegría reprimida que nunca se aventuró a expresar.
Casi queda ciego por ver el eclipse solar sin protección aquel mediodía y por beber las aguas mortíferas que bebió. Convaleció una semana. Atendí el caso por primera vez y a pesar de las investigaciones no logré determinar el desajuste emocional en aquella ocasión. Sus padres siempre intentaron establecer comunicación con él. Acusan su soledad y sus densas nubes de ensimismamiento.
No existen traumas aparentes en su infancia. Ha leído mucho. Ha experimentado en su soledad y silencio una interesante promiscuidad literaria. Todos los extremos son malos.
Todos los días desde los once años escribe. Bebe ingentes cantidades de café. Desconocemos a ciencia cierta qué libros ha leído recientemente. En literatura no existe ciencia. ¿La literatura lo estará matando?
La segunda vez ocurrió a finales de diciembre de ese mismo año. En aquella ocasión intentó desangrarse cortándose las arterias a la altura del revés de la muñeca izquierda. Es derecho. Utiliza al escribir letra mediana semi – firme con una inclinación periférica hacia la izquierda. Esporádicamente usa un reloj de pulso en su muñeca siniestra que disimula un poco su cicatriz de guerra.
Aquel diciembre, después de desearle a su familia un feliz año. Poco después de hacer el brindis con un vino de antaño, después de comer una por una sus doce uvas y solicitar por cada una, un deseo, entró en su habitación. Se encerró con llave y con una cuchilla de afeitar nueva degolló su muñeca izquierda de un tajo con la precisión de un cirujano.
Lograron salvarlo. Sin embargo, alcanzó a perder dos litros de sangre mientras su familia con algunos vecinos bailaban en su inocente fiesta, en la orilla del primero de enero del nuevo y moribundo año.
Con ninguno de sus vecinos entabló amistad. Esa noche les truncó la fiesta. Jamás se le vio bailar. Adoraba el color negro. Su corte de cabello siempre fue igual, a ras del cuero cabelludo, nunca con tijeras, siempre con la máquina que no ha logrado trasquilar su angustia existencial. El día que su hermana cumplió quince años se negó a bailar con ella el vals. Fue un estudiante aplicado y fuera de su animadversión por la vida no manifestó otras fobias.
Su último disfraz fue a los nueve años. Recibió muy pocos dulces y sin la capa roja se disfrazó de Superman.
¡Ay, Macabrio! ¿Qué deseo habrás pedido esa noche? ¿Solicitaste tu fin? ¿Por qué se niegan a conceder tu paz?
 X
La tercera y cuarta vez fue casi lo mismo.
A mediados de septiembre para su cumpleaños, su madre le preparó con amor un pastel de manzana. Su padre y hermanos lo agasajaron con cariño y esmero. Ya para entonces había logrado un cupo en la universidad. Nunca estudió allí. Sus diecinueve años lo encontraron delgado, de ojos tristes, n tanto menesteroso y encorvado. Después de presenciar desanimado el acto en el que su familia entonó para él la canción del cumpleaños feliz, en español, fue a la cocina con la disculpa de pasar con agua, una pastilla recetada para el tratamiento del asma que apenas iniciaba. Se tragó treinta. Una por una en el mismo día.
Esa noche no tosió ni tuvo en la madrugada infernales ataques de disnea, pero fue cuando en realidad estuvo más cerca a la muerte. Estuvo en estado de coma tres días. Al año siguiente fue casi igual, excepto que no hubo pastel de manzana, no hubo qué comer, no estuvo en estado de coma ni hubo quien celebrara. Su padre sufrió un infarto al miocardio. Macabrio cambió el ketotifeno por un raticida eficaz que no surtió efecto en él, quien aún vivía a sus veinte años solo, vestido de luto perpetuo, con tanto desinterés por la vida, con tanta desidia por el mundo, célibe, ensimismado y sin esperanzas.
Por la época en que Laura Andrea llegó de visita a la casa de la familia Oldumar, Macabrio no volvió a hablar. Ya para entonces, todo el grupo de profesionales enfrentábamos un caso único.
Una tarde salió sin avisar para dónde e intrigó a la mitad de la tenebrosa ciudad. Sólo Laura Andrea sabía que el último miércoles de cada mes visitaba el cementerio de las Rosas y lloraba, uno por uno, a todos los muertos. Recitaba para ellos un epígrafe de lujo y les leía los epitafios que para ellos inventaba. Todos predecíamos una quinta oportunidad en su necia intención acertada. Sólo Laura Andrea dio en el blanco. En efecto, lo encontró apacible cerca de la fuente principal sobre una losa de mármol sentado. Tenía en sus manos dos rosas negras y artificiales con espinas de alambre fino. Las había comprado poco antes y por encargo a una artesana aledaña al cementerio. Laura Andrea se sentó a su lado. Un cielo plomizo en el sutil engaño de un verano atrasado los envolvió con su aura a ambos.
- ¡Hola, Macabrio!
- Hola.
-¿Tienes a alguien aquí?
- A todos.
- Podemos hablar.
- Ya estamos hablando.
Laura Andrea miró las rosas negras. Macabrio, después de besarlas, lentamente, le entregó una.
-Toma. El día que mueras tendrás una en la mano.
-Gracias, Macabrio, pero…
-Quienes aquí te vean pensarán que estás llorando.
-Está hermosa, Macabrio, pero…
-Será la lluvia o realmente cercana a tu muerte, estarás llorando.
Laura Andrea se exasperó, arrojó la rosa lejos, se incorporó y habló gritando:
-¡Basta! ¡Si quieres morir hazlo! Anda, ¡Ve! ¡Suicídate, egoísta! ¡Mátate, cobarde! Nos estás estorbando.
Inerte quedó Macabrio y la miró fijamente a los ojos. Ojos hermosos, luminosos, claros; linda boca, cabello largo, ¡Linda!, de cara bonita, ¡Laura Andrea es hermosa, carajo! Pero grita.
Laura se contuvo. Un sepelio vecino entre llanto y desgarradores alaridos de dolor, al escucharla, cesaron. Laura lloró, se sentó de nuevo y confundida abrazó a Macabrio quien seguía contemplándola atento.
-Sabes que nos importas. Sabes que te queremos. Tu actitud nos duele, no nos hagas más daño.
El muchacho del luto perpetuo, el de la familia Oldumar, el más flaco, fue indiferente al fuerte abrazo, a las lágrimas y a los sollozos que sin quererlo enjugaron los pétalos amplios de su rosa negra. Pronto se desenredó de los hermosos brazos de Laura Andrea, apretó el tallo y muy despacio besó su rosa negra y olvidando las súplicas e ignorando las lágrimas se fue declamando:
-Necia mocedad que huyes de la muerte,
Tengo tanto miedo y ¡Te quiero tanto!
Pero entenderás que el día de tu muerte
¡Una rosa negra estarás besando!
-¿A dónde vas? Preguntó Laura Andrea, nerviosa.
-Por ahí. Contestó Macabrio. El cobarde y egoísta se va a contar carros.
Estas cosas pensaba la doctora Laura Andrea De La Hoz, de veintisiete años, la macabra tarde en que su padre llegó a su consultorio con los cordones de los zapatos desamarrados y tartamudeando la noticia suicida que Macabrio Oldumar, a las cinco y veintitrés minutos de la tarde, por quinta vez casi que consecutiva, había intentado quitarse la vida arrojándose a un autobús en marcha en la autopista paralela al cementerio.
Ese día, en una cirugía que duró seis horas, por obra y gracia del Espíritu Santo, sobrevivió también a tan contundente intento. En un bolsillo de su pantalón se halló una rosa negra que Laura Andrea guardó para ella, como una de esas cosas en la vida que nadie te regala, pero deseas, que nadie te obsequia, pero anhelas. Como una de esas cosas que se te atraviesan sólo una vez en la vida y adquieres un día sin saber por qué.
Cómo las redes que atrapan un recuerdo en el mar del olvido y llevas contigo por siempre sin descifrar su misterio, para llevarla entre tus cosas, sin testigos de tu historia, en silencio, con sigilo hasta la fría tumba.

XI
Ayer volvió a escribir hasta muy tarde.
Cuando mató la luz de su cuarto, entre sigilosa al ámbito de sus cosas. Dormía.
La lluvia golpea el tejado.
Son tres páginas vestidas de negro con su letra extraña, con su letra esclava de su más tormentoso silencio.
Es un cuento corto:
Hay una mujer hermosa cerca a un río. Un río largo, a veces turbio, rápido y peligroso. Una mujer desnuda. Imantada de una desnudez espléndida, adolescente, fresca y providencial.
Es un día claro, pero, de repente se torna gris. Violentos vientos azotan los árboles. Prominentes nubarrones manchan el horizonte y en un camino tapizado de flores, yace un cadáver al parecer de un joven. Tiene un puñal clavado en el pecho y una serpiente atigrada le abraza el cuello. Dos cuervos negros le picotean los ojos.
Luce un pantalón negro y está descalzo. Las espinas de las rosas lo ensangrentaron. ¡Son rosas negras!
La sangre corre como un delgado hilo vertiginoso y desemboca en el río. Llueve, truena y relampaguea. Sorpresivamente, sin mayores avisos, el cielo envía un fulminante rayo que destroza lo último del cuerpo del muchacho.
La mujer aterrorizada se viste de prisa, convexa sus manos, bebe un poco de agua sanguinolenta y regresan pronto las páginas revueltas al cuarto. Han resucitado en la grillosa medianoche, la luz en el aposento de Macabrio


XII
Morir es tan fácil y vivir tan complicado.
Un respiro y en un instante todas las ideas se escudan, se arman de valor a una misma vez, para enfrentar y vencer la cobardía y así efectuar la decisión que desde hace tanto tiempo estaba tomada. Una determinación falaz que una vez embistió a la esperanza, renunció a ser alerta amarilla, cosas para emancipar el alma o llamar la atención y en realidad, sin alarma ni color, se convirtió en el magistral adiós.
Caballero de frac que sale despavorido de la casa huyendo entre luces de emergencia por la puerta de atrás.
No es que haya nacido muerto como dijo una enfermera. No es que haya tenido que nacer de nuevo para enfrentar con espanto un espejo y su crueldad. No es que hayan tenido que amarrarme toda la vida a las patas de mi cama y en especial en las noches friolentas cuando lloviera.
Ya no quiero la vida, ya no amo la belleza, ya no creo en el milagro del amor. Ya ni Dios puede intervenir. Está tan ocupado.
El mundo seguirá girando y el sol saldrá todas las mañanas siempre por el oriente, donde una golondrina huérfana intentará incansable huir y volar. Surcará todo el cielo y construirá con su vuelo el verano para celebrar con él su triunfo, vencer el invierno con el luto de sus alas rotas.
Aunque haya acusados nadie será culpable. Aunque injustamente haya inculpados, nadie será inocente, y, aunque no es la muerte el camino y sin duda, no es la muerte un descanso, es la única puerta verde que se abre y se mantiene en mis días de tinieblas densas, siempre abierta.
¡Gracias por todo! Mientras puedan recuérdenme, que yo nunca los voy a olvidar.
¡Crémenme! Y con lo poco que quede, arrójenlo desde el lugar donde di mi salto a la muerte.
Laura, por favor, encárgate de todo y no le guardes rencor al fuego.
Es mi sueño. En la conclusión de un viejo anhelo, por favor, ¡Permítanme soñar!
El mundo es bello, tan grande y tan bello. Irme me duele, me da mucho pesar. No luzcan de luto, no lloren mañana, porque el sol de nuevo los volverá a alumbrar…
Para mi familia y todos y cada uno de mis buenos conocidos en la vida,
Macabrio Sinamar.
Miércoles, 22 de septiembre de 1999.
Macabrio Oldumar desde la muerte. Llorando a escondidas. Que Descanse En Paz.
XIII
Su última semana de vida había vuelto a escribir en las tardes.
Comía una sola vez al día. Se comportó un poco más locuaz que de costumbre, se mostró muy amable al hablar con su familia de asuntos inminentemente cotidianos: la cucaracha avante que se burló del insecticida. La telaraña del techo, que sin piedad, destruyó su madre. El televisor averiado que reparó su padre. En fin, se desenvolvió muy bien aquella semana en el reino de la monotonía.
El domingo Macabrio se bañó y fue al estadio. Odiaba los toreros, sufría por los toros y se escondía algunas veces en el manto de las trivialidades. Su equipo de fútbol preferido de color rojo como los ensangrentados capotes ganó tres a cero.
Volvió tan sensato esa noche a comentar los noticieros. ¡Tanto amarillismo! ¡Tanto sensacionalismo! Especular tan cruelmente con nuestra realidad, magnificar, adrede, todos nuestros males, comercializar con nuestros sufrimientos, espectacularizar con la desgracia y el dolor ajeno. Enrostrarnos nuestra miseria. Recordarnos el fango, el inmenso abismo, su infinito precipicio, en el fondo el muladar. Recordándonos el frío, la presencia del vacío y la existencia del gigantesco témpano de hielo de nuestra soledad.
Se devanó los sesos, lloró por su patria, le ardieron las entrañas, le dio vueltas la cabeza y no entendió la vida.
¡Vida tan poca!
Gota que llena la copa.
Copa que se rebosa, copa que se revienta.
Copa que queda rota. Copa que rota corta y desangra la vida, copa, ¡Pobre copa!
Sus padres y hermanos intentarán publicar parte de sus textos, así sea por lo menos uno de sus cuentos, residuos lacónicos de sus versos tristes, algún fragmento de sus relatos cifrados, predecibles y laberínticos.
Pidió la bendición a sus padres, dio las buenas noches a sus hermanos y se acostó en su lecho a las diez.
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El lunes en la tarde llamé a su casa. Contestó su madre con voz dulce pero distante, con el alma empañada y en vilo. Con el alma en penurias, pendiendo de un hilo…
Hilo telefónico, hilo de la vida.
Hilo que se enreda, hilo que se rompe. Hilo que una parca corta un día. Hilo al que la aguja mata e incinera.
Doña Helena se comprometió a recordarle a su hijo su próxima cita, el miércoles a las tres.
Llegó a las dos y cinco de la tarde con su traje fúnebre y con una carta en una de sus manos. Después de saludar se acostó en el diván y sacó una rosa negra de un bolsillo. Le quitó una por una todas las espinas y la guardó junto a la carta en el mismo sobre. Poco después empezó a hablar muy despacio.
-Vea pues, Doctor, dizque no iba a llover hasta diciembre y por un huracán que sopló lejos ahora nos toca bañarnos en la calle.
Estaba lloviendo, en efecto, a chorros de Goliat. La ciudad era azotada por un diluvio violento, la misma ciudad aturdida que a diario tantos edificios ve elevar.
En la mesa había café, le brindé pero se negó a beber porque le quitaba el sueño y esa noche quería dormir bien, sin contabilizar ovejas.
Eran las dos y diez mientras absorto miraba al techo. Me sugirió que abriera un poco la ventana. La abrí. Atrás quedaba él en el diván acostado, mucho más atrás estaba el escritorio con el café humeante. A un extremo sin norte, la puerta del consultorio del Doctor Alfredo De La Hoz, egresado de la University of life, piso séptimo del edificio Tiro y Salto.
-¿Para quién es la carta? Pregunté.
-Es para Laura. La voy a poner en el correo en un rato. Contestó Macabrio con voz disfónica.
-Cerremos la ventana, hijo. ¡Este frío está muy bárbaro!
-¡Déjela así, doctor! ¿Después cómo miramos?
Me senté cerca a él en un sillón de cuero de asno.
-¿Para quién es la rosa?
-También es para Laura, doctor.
-Si quieres le entrego la rosa y la carta a Laura, en la noche me veo con ella.
-¿Cómo está ella, doctor?
- Bien, muchacho. Hoy le diré cuando le entregue tu carta que la estás extrañando.
-Ahora sí le recibo el café, doctor. Me estoy congelando.
-¿Si viste, Macabrio? Cerremos la ventana.
Iba a hacerlo pero él se adelantó.
-¡Yo la cierro, doctor! Y usted me sirve el café.
Levante una taza, él cerró una ventana. Alcé la jarra de la cafetera y el abrió la otra. Llene la taza y escuché rodar una persiana.
-¿Cuánto de azúcar, Macabrio?
-Dos bolsitas, doctor. ¡Qué se sienta la caña!
Iba hacia él y se iluminó el consultorio. Iba hacia él y me asustó un relámpago. Iba hacia él y recordé que había dejado sobre la mesa un plato. Iba hacia él y quedé paralizado.
Abrió ambas ventanas, arrojó la rosa y la carta sobre el diván, se despidió levantando la mano derecha con todos los dedos extendidos. Llorando se encaramó en el ventanal y saltó al vacío.
Dejé caer la taza al suelo y escuche gritos de terror abajo. Me asomé tras las persianas y vi a un muchacho muerto en la calle.
La gente se reunió a pesar de la lluvia a ver el cuerpo de Macabrio destrozado.
Como la taza con café que era para él, a las dos y dieciséis, bajo un diluvio de antaño, murió quien quiso vivir entre abismo y abismo saltando.


XIV
El jueves siguiente a las diez de la mañana, sin desayunar, los padres y hermanos de Macabrio lo cremaron en una capilla con horno, sin flores, sin honores ni invitados. Entre sollozos y sin campanas rezaron en voz bajo sólo dos Padres Nuestros.
En una cajita de cedro de diez por dieciséis centímetros cuadrados, dentro de una bolsa de polipropileno y envuelto entre terciopelo morado, quedaron temporalmente las tibias cenizas de Macabrio. Con las cenizas restantes, sus padres pretendieron sembrar en el patio de la casa, dizque como abono, un geranio.
A los pocos días, más que marchito, pereció también. Fue entonces cuando su familia más que resignada decidió pavimentar el patio.
Con la mitad de las cenizas Laura Andrea volvió al fatal piso séptimo y desde el ventanal suicida del consultorio de su padre, arrojó de nuevo a Macabrio a las tres de la tarde de aquel jueves vespertino de cielo arratonado.
Diminutos residuos del muchacho, a contra luz, por el aire se dispersaron y cayeron muy lentamente sobre el asfalto.
Macabrio fue barrido más de ciento quince veces por todo el vecindario, con treinta y tres escobas, recogido y aspirado.
Laura Andrea enmudeció del todo. Quedó envuelta en un absoluto letargo. En la mañana había incinerado la carta junto al cuerpo de Macabrio. La rosa la guardó y con dos rosas negras: una en su mano derecha y la otra como amuleto en su portafolio dorado, la encontró la historia quien también dirá que en su última semana de vida, no volvió a comer ni se lavó las manos.


XV
Poco después que tres cuervos negrísimos y tuertos escucharon y se espantaran con la llegada de nuevo al cementerio de las rutas funerarias, los fantasmas empapados hasta los tuétanos se esfumaron y en cuestión de segundos, en un unísono estrépito de afán y expresiva algarabía, dejando a su paso tumultuoso un reguero de rosas pisoteadas, dejaron sola y para siempre a Laura Andrea sepultada. A la hermosa mujer que los últimos miércoles de cada mes se quedaba sin falta en el cementerio hasta las seis.
Aquel miércoles ceniciento también llovió a cantaros y nuevamente al marinerito con gorrita y traje pegado al cuerpo le tocó sentarse al lado de la ventanilla.
El niño iba a cerrarla. La impetuosa lluvia inclinada por el viento, azotaba al niño de mar justo en la cara.
-¡Déjala abierta! Intimidó la misma voz de días atrás. Si pasa algo ¿Por dónde salimos?
Quien ordenó al niño también tenía en uno de sus brazos un yeso pintoreteado de amarillo con muchas firmas y grafitis. En una inscripción superlativa se leía: “La venganza de Santiago”.
Con la ventanilla abierta, del mismo bus blanco, repleto y destartalado del último accidente, alguien quiso encender el radio pero no funcionó.
El primer bus se puso en marcha. Al marinerito le tocó entonces entonar a viva voz una festiva canción de moda que prendió de inmediato el carnaval, en una estruendosa explosión de júbilo que se desencadenó con la alegre canción interpretada por el niño.
Todos lo siguieron cantando felices.
Una gotera inoportuna en el techo del bus, borró un ancla y un velero dibujados en el yeso del niño, quien siempre recordará, por los siglos de los siglos, aquella formidable caravana de los tres buses blancos y repletos de vuelta a los barrios de los vivos infelices. Tristes, de luto desde el pelo hasta los zapatos, algunos con yeso en los brazos que estorbaban al aplaudir, pero felices de muerte, entre vivas y aplausos.


Septiembre de 1999.

¿QUIÉN SE ACORDARÁ?
“Y de un cielo azul como este,
caerán mujeres y girasoles envenenados.
Quien recoja una mujer,
deberá también proveerse de dos docenas de girasoles
para comerlos sin cesar, al conocer bien,
al extraño ser que del suelo ha levantado”.
FRAGMENTO DE LOS CUADERNOS NEGROS
DE MACABRIO OLDUMAR

Macabrio se mató. Volvió a hacerlo.
Después de cortarse las venas en el elevador. Después que se abrieran las puertas y llegar a la azotea, se lanzó feliz gritando al luctuoso aire: - ¡Muerte, ven a mí!
Se tiró, tras dejar por todo el edificio vestigios de su sangre. Rastros inolvidables de su dolor silencioso, público y colectivo.
Completamente destrozado fue a dar a la calle. Más que destrozado, brutalmente destruido.
Ensangrentado, vértebras por fuera de su piel, no sólo el alma se le fue en el salto, más que la vida. Se le fue la fe y la descolorida esperanza de morir en un solo intento, porque se degolló las muñecas primero y pedazos elásticos de sus venas, siguen vibrando en el botoncito iluminado del piso veintidós.
No contenta su hada protectora - o de su suerte- envió por esa misma calle y a esa misma hora, el enorme autobús escolar colmado de niños mudos a arrollarlo.
Despedazado en la calle del amor con décima, desmembrado en la calle del dolor con quinta, descorazonado en la calle del adiós sin ella, viéndolo fotografiado al día siguiente en los periódicos sensacionalistas como el cobarde y valeroso hombre feo, que se tiró a un abismo urbano, no por amor, no por ella, sino por rabia.
Recuerdo que el último intento fallido por alcanzar su gloria fue un domingo amarillo descomunal.
Había vuelto en la mañana a insistir con sus lastimeras y despreciadas cartas a su amada.
Ya para entonces, no sé si media ciudad expectante seguía ilusionada aquella historia de pasión desenfrenada. Lo cierto es, que muchos sabíamos que nuestro alegre y lapidario suicida, no escatimaría el menor esfuerzo por sonreír de nuevo al rostro de la muerte, y fuera con sogas abrazando el cuello, que después se arrepienten y se rompen -como aquel domingo- fuera como fuera, sabíamos que lo volvería a intentar hasta reventarse contra el piso cualquier tarde de lágrimas hasta matarse de verdad.
Macabrio murió. Escribiéndolo lo recreo y no lo creo.
Absurdo que se matara por una rosa, una canción y una mujer.
Rosas: artificiales, naturales, blancas, negras, amarillas, sin espinas, de jardín robadas y baratas, por doquier.
Canciones: imitadas, reencauchadas, nuevas, clásicas, malas, buenas, en la radio o en cualquier almacén.
Mujeres: ¡Por favor!
Ella lo amó. Muy poquito una vez pero lo amó.
La misma que nunca le creyó, dizque las viejas artimañas de cicuta, láudano. Cianuro, arsénico, amoniaco y menjurjes de semillas de aguacate, cuando el pobre idiota en realidad, bebía cuanta porquería se le pasaba por los ojos y que dijera: veneno, ¡Precaución! O la maldita calavera estacionada en un singular y letal recuadro insinuando el inminente peligro de muerte, ¡Advertencia! ¡Cuidado!, ¡Atención!, “Fuera del alcance de Macabrio”. ¡Espere, no lo haga! Muchacho, tranquilo. No lo vaya a hacer. Piense en lo que más quiera… ¡Bueno, no piense en eso! Piense en ella.
¡Está bien no se la recuerdo! Pero, por favor, no se vaya a… ¡Tirar!... ¡No!
Macabrio está muerto.
Su sepelio es mañana y sabe bien no pienso ir.
Su afán para que lo recordaran me conmueve. Me duele, porque sé de todas maneras a él también lo vamos a olvidar.
No será ni el único ni el último, ni el primero que se suicidé por amor, odio, rabia o alguna mujer.
Adoraba como a su vida un inmortal y dulce epígrafe de Bécquer, y sé, que de un poquito de esa inmortalidad quiso impregnarse, así fuera con las huellas solitarias de su sangre, sucia, escandalosa, troglodita y enamoradiza.
Le prometí una vez que haría todo lo póstumamente posible para escribir en su lápida a manera de epitafio tales versos y lo juró por él y por ella que lo voy a hacer.
Por ella. Ni siquiera fue al entierro. Bueno, en definitiva no hay porqué sorprenderse, nunca antes en sus falsas muertes asistió a sus solitarios funerales espléndidos, era de esperarse que esta vez que sí es de verdad, en medio de su felicidad y regocijo, no iba a asistir.
No fue nadie. Tampoco nadie debía ir.
Fue más importante y divertido ver las tomas televisivas de las palas removiendo su cuerpo adherido en el pavimento, mientras se comían inquietas palomitas sin maíz, que soportar a un cura augurando entre adioses de alcanfor y agua bendita, su próxima llegada a un paraíso azul y verde, con un Dios esperando a Macabrio con los brazos blancos y abiertos, cuando nuestro experto suicida, padeció sin treguas su propio y doloroso tormento, dentro de su infierno terrenal. La agonía de pertenecer a este recodo de mundo o muladar sombrío testigo de las tempestades más inverosímiles.
El hecho es que, mientras Macabrio permite que sus gusanitos azules junto a sus demonios internos devoren lo último de su ridículo y escuálido cuerpo en su hermoso cementerio. Ella está feliz con otro, la ciudad se divide entre el empatado partido de fútbol, las eternas elecciones arregladas, la lluvia que inunda las calles y ahoga las ratas y el reinado de las siempre feas.
Macabrio, ahí. ¡Sepultado!
Debajo de su lápida que dice entre flores fiadas y artificiales o naturales y robadas:
“Cuando mis pálidos restos opriman la tierra ya,
Sobre la olvidada fosa,
¿Quién vendrá a llorar?

De qué pasé por el mundo,
¿Quién se acordará”?...
Del idiota de Macabrio, ¡Dios mío! ¿Quién se acordará?


Febrero de 1999.

CORNISA Y CAMA

“De niño, cuando pregunté por los gallinazos,
me dijeron que esos hermosos animales eran aves de rapiña.
Aún los como a diario, buscando entre su carne su exquisito sabor a piña”.
FRAGMENTO DE LOS CUADERNOS NEGROS
DE MACABRIO OLDUMAR

Quedó de la cornisa de ambas manos prendido.
Abajo del edificio, una multitud frenética y enloquecida alertó en instantes a los últimos desprevenidos ciudadanos.
La policía llegó tarde y a estorbar. Un altavoz hablando fuerte y claro:
- “¡Apunte a caer en las sábanas, joven!
Las sábanas eran blancas. Poco importaba, con sangre quedarían ensopadas de escarlata.
Sol y tensión en el calor insoportable de las dos de la tarde.
Arriba, el cielo, y entre nubes grises: Dios.
Abajo, la nada, el fin al caos, al alocado y ajetreado estrés...
Una fiesta contra la vida y el pavimento.
Al instante apareció ella: hermosa, entre los miles de alaridos y gritos de tragedia.
Entre tanta gente pálida su belleza relució, como un espectro, hermoso ideal de cabello largo - o mejor – un ángel brillante y ligero, o simplemente, tan linda, como si ya estuviera en el sepelio.
Dos helicópteros rosados revolotearon por un momento sobre el edificio. Seis gallinazos extraviados detonaron un voraz apetito. Cuatro lazos de escalera rodearon seductoras a Macabrio quien creyó alcanzar, por fin y para siempre, el regocijo de su muerte con la ceremonia organizada para festejarlo todo allá abajo.
Sonriendo puteó por última vez, antes de soltarse de la vida o levantarse de la cama y aplastar el botoncito azul del reloj despertador, que tan pronto y sin permitirle desahogarse con su sangre, gritaba las seis.

Abril de 1999.

ALGO
A vos te pasa algo y no querés hablar.
A vos te pasa algo y preferís callar.
¿Por qué tenés las manos manchadas de sangre?
¿Por qué no almorzaste?
¿Por qué no fuiste a estudiar?
Hace un mes que no hablás con nadie.
Ya no escribís, ya no soñás, ya no contás.
Hoy ni siquiera se te ocurrió ordenar tu cama.
No te bañás, ya no opinás.
Un sol oculto sofocó tu vida.
Un sol siniestro te vino a quemar.
Ya no te alumbra, no te ilumina,
Su helio te lastima y querés llorar.
No te vayás a llorar solo.
Lleváte un pañuelo, habláte con alguien:
Con Laura, con Dios, con el alma de tu mamá.
No volvás a cortarte las manos, por favor Macabrio,
¡No te vayás a matar!

Septiembre de 2000.


FOBIA
Bastante que los detesto doctora, a usted y a su gremio.
Tener además que soportar su fingida paciencia y ese maldito silencio incendiario en que se mantiene mientras uno habla.
No sea mentirosa.
¡Qué cuento de capacidad de escucha!
Usted no analiza, usted no reflexiona. Por favor, no mienta.
Si por lo menos hablara, doctora, y dijera lo que piensa.
¡Oiga, grandísimo imbécil, no pise el diván!
No me mire así, ¿O no es verdad?
¿Qué quiere que le diga, carajo?
¿Que soy un caos, que soy un caso que enriquecerá su ciencia?
Cómo quiere que no me descomponga si se sienta frente a mí, tras sus lentes de montura dorada, a escucharme en ese maldito silencio que tanto me ofende y provoca.
¿Qué le parezco? ¡Dígalo!
¿Un pobre demente?
Se equivoca, señora, razono; soy más que eso...
¿Qué es lo que tanto escribe?
¡Míreme a los ojos! Sea normal. Diga lo que siente. No sea falaz.
¡Me importa un reo su consulta!
¡Qué no escriba más, carajo, que me estorba!...
¿Quince minutos más?
¡Ni por el putas, señora! ¿Qué le está pasando?
Acuéstese usted si quiere, yo me voy ya.
¡Qué me mire, doctora!”.
Dos renglones rojos escritos en letra diminuta afirman que tras saltar al ventanal rompió los vidrios y cayó al vacío.


LÍNEA SEIS
- Línea seis, disponible, ¡Buenas noches!...
-Tengo en la mano izquierda un frasco con cuarenta y cinco pastillas blancas cuyo nombre se me dificulta pronunciar, pero sé, que si tomo por lo menos seis, moriré en dos horas, sin que nadie me ayude a evitarlo.
Señora, van a ser las diez. Ninguna luz está encendida. Está lloviznando. Hay varios zancudos y jejenes merodeándome como buitres, y primero, me pican los brazos, pero después me sacarán los ojos. Quisiera fumigarlos, pero ayer me les bebí el insecticida.
Es extraño. Hace frío. Se supone que el frío espanta a los insectos, pero aquí están, devorándome o esperando impacientes que me vaya.
Ya destapé el frasco. El vaso con agua hace rato estaba servido. Es de cristal, con su borde peligrosamente picado, alguien se podría cortar.
¡Sería fantástico cortar los labios mientras bebo! O terminar de romperlo contra el suelo de una vez.
El auricular es negro. El teléfono es muy viejo, pero sirve. Son las diez y seis y me sigue escuchando.
Afuera se oye mucho ruido: un piano, risas, voces, carcajadas, aplausos... hasta una licuadora a deshora.
¡Me estorban! ¡Hasta el maldito segundero!
Puse en la mano veintidós pastillas; una por cada año de mi vida. Ahora, como veintidós velitas encendidas en un pastel de fango, pero festejando la definitiva despedida.
Cayeron al suelo tres. No importa. En el frasco hay más y las repongo.
Estas pastillas blancas que en principio parecían inofensivas, son mi pasaje a un largo viaje sin regreso ni equipaje.
Me dijeron que son un fuerte somnífero, que con media pastillita bastaba para dormir una noche, pero, como también hay médicos imprudentes, no faltó quien explicara que con por lo menos seis entraría en la instancia temida e ignota del sueño fatal.
Hablar con usted fue bueno. Sé que siempre me escuchó. Bueno, sino lo hizo, por lo menos fingió hacerlo bien.
Me da vergüenza con usted, todo este tiempo escuchándome en silencio...
¿Señora, sigue ahí?
Gracias. Disculpe tanta demora, pero en realidad necesitaba hablar con alguien antes de empezar a digerir estas vainas...
Me tomé seis...
Otras seis con más agua, y no siento hasta ahora nada anormal.
No se moleste en enviar la ambulancia, ¡Jamás llegará!
No es un teléfono inalámbrico. No es un teléfono estático ni de línea. Tampoco es un celular. No detectará nunca el lugar de esta llamada, además, no he marcado ningún número y desde hace más de un mes en esta casa no funciona nada.
Señora, tranquila. Hablo conmigo mismo, o como quiera, con usted...
Ahora si empiezo a sentirme extraño, mareado, mal, y, aunque encendí una lámpara, no veo la luz. Al parecer quedé ciego.
Escucho las mismas voces de afuera, pero mucho más distantes y distorsionadas: el piano suena como violín, las risas y carcajadas como si fueran de ultratumba o muy cadenciosas; un llanto en cámara lenta.
A puro tacto he llegado a otro nochero, en él, más que los libros y papeles, están las demás cosas que preveía encontrar aun en la oscuridad. Hay una cuchilla de afeitar...
También me he cortado las venas de la muñeca izquierda. Mi brazo ha empezado a temblar.
Un cuerpo humano adulto tiene en promedio cinco litros de sangre, pero a este ritmo, a esta velocidad desordenada y desertora, dos litros por lo menos se empiezan a derramar.
Hallé por fin la ventana, aun ciego, débil y pesado la he encontrado...
Señora de la línea seis, estoy sobre el ventanal; sólo un salto y esta vez sí será la última vez que me escuche. Ni a usted ni a nadie molestaré más.
Gracias por la paciencia.
Créame que hablarle y escucharla fue un placer...
Por favor, recuérdeme,
¡No me vaya a olvidar!


Febrero de 2000.


GAMALA
I
Gabriel estudiando, tan aferrado a lo suyo. Se dejó atrapar como el mismo lo definió una tarde a su inevitable enfermedad. Y escribe el rumbo desaforado de su vida con sus manos. Nuestro ambidextro, jugando a la variedad de su rutina, insiste en viajar por los siglos a través de la lectura de sus libros.
Cuando lee cree en la vida y visita nuevos mundos encastillado en la realidad escrita. Escribiendo, se reconforta y cree en su inmortalidad.
Macabrio, ahí. Sobre el césped acostado como todas las tardes. Contemplando el cielo boca arriba con los brazos extendidos, decidido aún a identificar y descubrir -según él- el sinfín de figuras e imágenes de cosas con y sin vida en el firmamento.
Así pasa sus tardes entre rezos y suspiros. Lo bueno, es que ha dejado de llorar, al parecer el eclipse pasado le secó los ojos.
Laura, viviendo. Ejerciendo a cabalidad su papel sobre la tierra. Abajo y muy encima de ella. Originando estelas de vida cuando no tiene sed. Convirtiéndose en el antónimo de Dios cuando no bebe agua.
Enumerando las vidas que se pierden hasta contar más allá de los que mueren. Cortando hilos dorados como una parca, o acaso, sus cabellos de la muerte en el crucial ocaso, deciden quién vive y sentencia quién muere. Elige además qué almas le caben en su relicario, abre y trunca caminos, escoge también cuáles destinos dormirán para siempre dentro de su cofrecito del olvido.

II
Gabriel tuvo un cese obligado en sus ensimismadas actividades.
Hoy no tuvo clases. Murieron tres de sus maestros y aunque leyó muy poco, escribió a mi parecer demasiado. No almorzó ni tampoco cenó. La razón nos fue más que suficiente, pero su último y virulento improperio explicó aquello último que nos hubiera podido faltar. Una diatriba lujosa contra la inseguridad asesina de los aviones.
Macabrio hoy comió doble. Los platos intactos y servidos a Gabriel, pasaron humeantes y sin cubiertos a su cuarto.
Muy solidario a su regreso del efímero jardín de sus delirios, guardó para sí mismo sus respectivas descripciones pormenorizadas de lo visto del cielo en la trágica tarde.
Sólo después tan locuaz y sonámbulo, enredado con sus sueños y pesadillas de medianoche, mencionó lo que pudo ser un fatal recrudecimiento de la anécdota: un avión que explotó en el aire, frágiles cajas y maletas volátiles. Aves descalabradas por cráneos ensangrentados y la laguna de de los patos criando cisnes colmada de escombros.
Despojos cayeron desde el cielo. Las nubes descansaron de Macabrio. Macabrio superó el desaire.
Laura estuvo sedienta, silenciosa y ocupada. Como siempre, en sus entretenidas jornadas de azul y trenzas. Su medallón, el relicario y el cofrecito en su mano izquierda.
Mucha luz cupo en sus manos, poca oscuridad en los recintos de sus hábitos. El rosario en el suelo custodiando los pasos lentos de sus pies descalzos, sus caminatas sigilosas y sus procederes extraños.


III

Después de una semana de abatimiento, Gabriel recobró el ánimo. Aunque comió muy poco, ha vuelto a escribir y a leer de nuevo con ímpetus incansables.
Cuando empieza a viajar por mundos de sueños y de soledad sabia, vuelve a nosotros con la fuerza necesaria para sobrellevar su inmensa carga. La magnitud de sus épocas lejanas lo reconforta. La virtud y celebridad de otros héroes lo alimenta y van creando en Gabriel, poco a poco, letra a letra, libro a libro, el ser que admirarán por toda la eternidad sus lectores como el hombre que pasará a la historia por regocijar y valorizar la humanidad.
La solitaria placidez ha vuelto a acompañar a Macabrio en sus estancias vespertinas. Nuevamente, lentas nubes desfilan para él, transformándose a su pasar con sombras, desde ovejas de algodón a legendarios dragones de fuego en amarillos y orientales días de fiesta. Azules y occidentales procesiones sobre el joven acostado en el pasto, con los brazos extendidos y las enormes puertas del recuerdo y de la imaginación abiertas. Espera paciente ver pasar la figurita analgésica del consuelo, la imagen virtual de un sueño o la gruta troglodita e inmortal de su tiempo.
La hermosa y dulce mujer de la amargura, con la soltura y sensualidad de su cabello permitió al aire nuevamente respirar. Con los pies sumergidos en el río y sentada en la piedra más blanda, todos los males por un momento pareció olvidar.
Su relicario colgado en una rama, el cofrecito cerrado flotando en el agua, refrescando sus fogosos y oscuros sentimientos. Dándoles sosiego y relativo reposo a sus víctimas, obsequiando un esplendoroso día de asueto al mundo. Descansando de su erótica demencia, su dulce locura y de su inexorable tortura.


IV
Un cúmulo de raudos semestres dicen que Gabriel está a mitad de su carrera. Pero nosotros sabemos que esa apuesta con el destino se inició hace mucho tiempo.
La empresa de lo intangible y de las letras empezó mucho antes que Gabriel naciera.
Dios y sus padres pusieron encima de su cuna el biberón de cristal adornado con todas las letras de su idioma.
“Los números habrían cortado la leche” –reiteró Gabriel- mucho después, como en efecto, le ocurrió a Macabrio en su insípida lactancia sintética con su pequeño biberón roto, al cortar sin piedad la suavidad de sus pañales y al degollar sin compasión su patito amarillo de hule, una mañana de verano en su bañera.
La noble monotonía de Macabrio ha terminado por menguar su pasión de otros años. El sedante azul ha terminado por gustarnos. Sus habituales encuentros con el cielo le devolvieron las palabras y los deseos de vivir. Ha vuelto a llegar animado siempre con sus efusivas descripciones de lo observado: Gigantescos caballos de madera con guerreros por dentro, inmensos carruajes vinotintos, flamantes esteras voladoras, monumentales molinos de viento, saetas lanzadas por Cupido, con el monstruo titánico y despiadado que extinguió a las mujeres, el fútbol, los cohetes y las flores del planeta.
Desnuda, bañándose en el rio, Laura cristaliza el agua. Detiene el tiempo, escandaliza a los ángeles y hace desertar a los peces.
Bebe agua y abren uniformemente todas las flores, mientras inquietas mariposas amarillas hacen escala en sus pezones.
Las aves se estrellan violentamente contra los árboles, el aire juega catastróficamente en ciclones. Laura trastorna el mundo, Dios admite su error e identifica en ella la razón de todas sus equivocaciones.

V
Gabriel conoció a Laura cuando ésta inauguraba su cuerpo con la primera menarca.
Era una niña con todos los atributos de la desgracia, que, custodiaba las gallinas muertas mientras los gallos de pelea se suicidaban improvisando harakiris perfectos con sus espuelas doradas, sin kikirikis de dolor ni arrepentimiento. Se tildaban homicidas por más maíz en los corrales en interminables tropeles de madrugada y plumas blancas.
Andaba siempre descalza y Gabriel, siguiendo los pasos de la reina del gallinero por la arena embebido, recitaba versos de españoles en desgracia, dilucidaba las ingeniosas artimañas de sus hormonas, atribuyéndoles -equivocadamente- un insaboro romanticismo que de romántico, sólo tenía el mar de los peces muertos y ennegrecidos por el petróleo.
Encuentros juguetones los aliviaban en las tardes, en las sensuales playas de la naciente adolescencia. El efebo incierto, hipnotizado tras las perfumadas huellas dibujadas en la arena, entonaba alegres canciones de guerra, despertando con su grito desesperado el llamado de la pasión. Encandilado y puesto a fuego lento por el ardiente deseo por el sexo contrario ideaba con deleite sus primeras armas para librar la cruenta batalla del amor.
Anhelaba un huérfano beso de la linda niña del maíz, de la dulce y mágica niña del gallinero, la niña bella de los valses austriacos y las gallinas cluecas de su herencia.


VI
Macabrio volvió al antiguo rito de sus siestas.
Regresa pronto de sus jornadas somnolientas sobre el césped y plasma todo aquello que ve en el cielo en un solitario poemario de hojas grises.
Lo mejor es que volvió a bañarse. Su cara ha vuelto a parecerse de manera fidedigna a las viejas fotografías de sus años felices. Dejaron de perseguirlo las moscas.
Ahora, son nuevos sueños que lo embisten y lo invitan a la fiesta y aventura de la vida.
Ha venido con el cuento últimamente que una mujer desnuda vuela por el cielo con un trueno en la mano siempre a la hora del té.
Aquellas visiones lo han entusiasmado. Quizá, reconocer a la linda princesita que perdió una vez jugando a las cartas encima del ajedrez.
Laura ha recibido esquelas. Por más que las esconda debajo de las piedras, sé quién las envía. Es Gabriel. Su letra lo denuncia. Su necia caligrafía lo condena y junto al azul de su nombre, se escribió la sentencia.

VII
Laura volvió a ponerse el traje de bailarina de ballet. Aquel que lució sin tregua hasta el último eclipse total de sol. Y si Gabriel espera a que vaya a la playa lejana de sus encuentros secretos, ya puede ir, porque ella lo está esperando.
Los tres maestros llorados por Gabriel, resucitaron.
Ayer llegaron a la casa vía terrestre envueltos en celofán y dormidos en una caja.
Poco importan. Gabriel apenas si ojeó sus nuevos ejemplares y sin gestos ni palabras los arrojó al clásico muladar del desván, reservado a las cosas impertinentes y a los necios objetos trashumantes en los días ofrecidos a Laura.
Homero, Cervantes y Faulkner, tuvieron que ponerse hielo en los chichones. Rezagados en el rincón de sus penas superaron tal golpe, como cómplices solidarios y audaces de sus más nobles delitos.
En la altura del viejo desván asimilaron sus desmanes, complacidos de ser testigos presenciales de tales desvaríos y de tan dulces esquizofrenias.

VIII
Gabriel me revolvió el estómago con su perfume.
Si Laura huele eso, sin duda, lo ahogará antes de tiempo en el mar y sin besarlo.
Salió apurado sin saber cuándo, porque hasta los relojes de su cuarto renunciaron a servir de esclavos del tiempo y del hombre impregnado de esa colonia de geranios marchitos y de pescados petrolizados.
El milenario reloj de arena no fue esquivo y decretó la hora exacta de la partida de Gabriel rumbo a la muerte. Tres granos de arena, primero, dijeron que era las diez. Dos un poco después, dijeron que eran las seis. Por último, un grano falaz quedó a mitad de camino en el filtro y asumí entonces que eran las cuatro de la tarde, porque el pajarito de madera del reloj cucú – cucú – cucú – cucú salió de su piecita y cantó cuatro veces.
Macabrio encontró los libros en el desván mientras buscaba sus viejos lentes de bronce. Comedidamente, los puso en la mesita de noche de Gabriel y de pasó, espantó un cuervo negrísimo y tuerto que reposaba en la ventana abierta.
Se apresuró a terminar de vestirse y puso a secar al sol, la toalla morada compañera en sus visiones sobre el césped.
Cuando estuvo vestido, limpió los lentes con el sucio regazo del viejo maniquí destartalado y salió por la puerta de atrás vestido de pies a cabeza como hacía nueve años.

IX
Sentada sobre las esquelas, Laura esperando a Gabriel, lo vio acercarse a pie a una distancia de doscientos gallinazos que acomodados en solemne calle de honor, le daban la ceremoniosa bienvenida.
Se había soltado el cabello y su medallón colgaba justo entre el cañón de sus senos. El cofrecito abierto esperaba sobre su regazo, expectante ante el ardor de su vientre y la sed insaciable de todo su cuerpo.
Laura recibió a Gabriel sin suspiras. Los ojos brillantes de otros días fueron historia. Las lágrimas de otro tiempo fue cuestión de las autopsias a las cebollas en lejanas mañanas de asados.
Gabriel no se inmutó. Se limitó sólo a contemplar la inmaculada perfección de aquel antiquísimo traje de ballet. Llevaba una rosa en el bolsillo que entregó mecánicamente a Laura. Ella sólo la olfateo un momento y la comió en el silencio de las lentas olas enamoradas. Sólo se escuchaba el sonido del transitar de las espinas por su esófago.
Gabriel se sentó junto a Laura y entonces le enseñó en un mismo instante todas las esquelas. Gabriel empezó a leerlas y admitió después de verlas todas que, en efecto, él las había escrito.
En ese instante llegó Macabrio. Ya para entonces, los ciento noventa y nueve gallinazos habían emprendido vuelo en busca de verdadera carroña.


X
Sólo un gallinazo quedó extasiado con el delicado brotar de sangre de los labios de Laura.
Macabrio se quitó los lentes y los guardó sin el estuche en un bolsillo trasero. Luego sacó de otro un vaso de cristal del tamaño de un sobre de carta y lo puso lentamente entre las manos de Laura.
Gabriel, absortó, se incorporó. Laura también, pero ella caminó cadenciosamente hacia el mar en busca de agua.
Macabrio miró a Gabriel. Gabriel se vio en Macabrio y le increpó por haberse puesto una camisa de su armario.
Laura regresó a la vida a medida que bebía sin respiro el vaso con agua de mar delante de Gabriel y Macabrio. Luego tomó a Gabriel de la mano y cerró su cofrecito encima de una piedra.
Juntos se fueron cantando una triste canción de amor mientras se introducían lentamente al mar.
Macabrio quedó solo.
Después de un rato se sentó en la arena a leer también una por una todas las esquelas ante el eterno rumoreo del mar.
Un crujir de cristales le recordó los lentes y los sacó del bolsillo destrozados. Los arrojó contra una piedra, se quitó la camisa ajena, rompió todas las esquelas y enjugó seis lágrimas.
Se acostó sobre la arena boca arriba con los brazos extendidos a contemplar el cielo y sus nuevas figuritas entre nubes.
Con la nostálgica soledad del mar, vio elevarse al único gallinazo que estaba a su lado. Absorto lo vio muy alto volar, mientras una gigantesca nube negra con la forma de los cuerpos de Gabriel y Laura enlazados, se detuvo sobre Macabrio, trayendo una tormenta repentina que maduró justo cuando del cielo cayó un rayo y partió por la mitad a Macabrio, quien aún escucha el mortal estampido con los ojos aterrados y abiertos, a la espera de ver pasar los despojos de su cuerpo o vestigios ligeros de su sepelio.
Macabrio, ahí.
Sobre la arena. Divisando con los ojos enceguecidos por el velo de la muerte, mil y mil objetos o doscientos gallinazos despedazándolo junto a la orilla del mar.

Agosto de 1998.

NOMBRE
        I

Me dices y repites cosas muy aburridas.
A veces me cansas con tus relatos tontos.
Tus promesas de amor insípidas. Tus estúpidos pensamientos siempre me llevan a bostezar o a pensar en la hora, porque ya es tarde. Debo irme. Aquel centinela me ha dicho que debo salir pronto del cementerio y además, hoy no traje manta.

II

Tu aparición de hoy me gusta más.
Llevas puesto el traje que vestías el día de tu muerte.
Siempre adoré de ti ese azul turquí, parecías inmerso en un plácido mar cada vez que lo vestías. Ya sé que vas a decirme. Volverás a hablarme del lugar en el que aún te hallas. Ya sé que la poca luz te estorba, no hay libros y son pocas las personas que recitan poemas. Ya sé qué estás rodeado de miles de espectros, espejos, rosas y aún así te sientes solo.

III

Como sé que el suplemento literario del periódico de hoy te va a gustar, por eso te lo traje.
¡Mira! Hablan de ti. Dos de tus obras fueron publicadas. Todo gracias al efecto de tu muerte.
En vida, nadie te conocía, pero ahora, empiezas a ser mito.
Es tan triste ver a diario como se ríen de tus cosas.
Bueno, en vida te lo dije. A mí tampoco me conmovían tus poemas.

IV
El tercero que publicaron es el peor. ¡Aquí está! Penúltima página… ¡Con razón! ¡Mira qué atrevidos! Cambiaron todo tu poema. Bueno, hay que admitir que con la modificación mejoró. Al final pusieron tu nombre. Dan crédito y reconocimiento al joven autor que se suicidó después de vestirse con su traje azabache luctuoso. ¡Qué falaces! Era azul turquí.

V
Hace calor.
Jamás me gustó el olor de estas flores al mediodía. Es insoportable. Espérate. Ya vengo. Voy al dispensador de agua, un poco de agua fría no me caerá mal

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¡Estaba fresquísima y deliciosa! Pero me supo a rosas.
Bueno, nené, hora de almuerzo. Voy a la sombrita de esa bóveda vecina. ¡Ojalá que no esté muy fría la comida! Traje carne guisada, arroz y fríjoles con bastante ají picante.
VI
La hora de la siesta es la más fresca.
El segundo poema a pesar de lo dulzón y cursi, me gusta.
No sé, tiene esencia. Esa imagen del niño columpiándose en un bosque, aunque parece muy cotidiana, tiene efecto.
¿Qué tal que estuviese columpiándose a toda prisa y que los lazos del columpio fueran silvestres enredaderas?
¡Pero no! ¡Mejor no! Después dirás que el niño tropieza con un ave negra, se enreda y accidental o premeditadamente se ahorca.


VII
Una familia vino a visitar una tumba.
Las mujeres traen flores. Los niños una regadera. Riegan las flores, limpian la lápida y arrancan la maleza.
¡Mira! Trajeron un libro y ya se van.
¡Tiraron el libro! Espérame.
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¡Es tu libro! Justo abierto en la página del poema que no me gusta.
Ese fin: “Y tu sombra vivirá en mi sombra” ¡Bah!
¡Espera un momento! ¡Tú no eres Macabrio Oldumar!
Disculpe, señor Mario del Mar. ¡Me equivoqué de tumba!


Junio de 2000







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