LOS TRAQUETOS DEL BASURERO

LOS TRAQUETOS DEL BASURERO

I
“La ciudad de los traquetos es un basurero” -Pensó-, mientras cerró la ventanilla del bus y vio desaparecer el último semáforo averiado en la esquina del Palacio de Justicia junto a la ancha y congestionada avenida de las flores para los muertos.
La noche anterior había leído en la prensa un artículo crudo sobre Cali. Se había interesado en su extraña lógica por una capital próspera que se había echado a perder con todo y sus tentáculos mágicos del narcotráfico y los hilos invisibles de los nuevos jefes del cartel que se disputaban a fuego y sangre el protagonismo y los dominios de sus territorios y que al fingir desaparecer o alejarse espantados por los palazos en la espalda jorobada con la escoba policial,  le había dejado la piel arrugada a la ciudad y una fea verruga de bruja en la cara.
-“Un muladar, sin duda”- Repitió otra vez en voz baja mientras dividía su mirada entre los senos prominentes y hermosos de una joven prostituta que servía dos cervezas en una cantina del centro y el colchón que empezaba a arder en la acera junto a una docena de bolsas negras rebosantes de basura, justo en el instante en que el bus pasó cerca al andén. Asocio por un momento la imagen de la muchacha con la del colchón y el fuego y cambió con brusquedad la dirección de su mirada para soportar a la tentación de bajarse y contratar a la mujer con el dinero que guardaba entre los testículos para que no se lo robaran y que tenía destinado para su transporte del mes.
Una iglesia de torres altas y mal pintadas le hizo pensar una vez más en el evidente deterioro de Cali y en el desorganizado ejército de niños que mendigaban para una red organizada de menesterosos millonarios. Recordó también por un momento que había leído en el mismo artículo,  las cifras de las ganancias que dejaba el negocio de la mendicidad con niños en Cali. Sesenta mil pesos diarios, si pedían solos, sucios y descalzos. Y la mitad de las ganancias, si mendigaban en compañía de adultos y madres esporádicas que les hacían compañía mientras, vendían dulces arrugados, limpiaban parabrisas y robaban en la calle junto a un parque que olía a orín y mierda.
Tras la ventanilla vio una camioneta lujosa color blanca detenida en el semáforo siguiente. Llantas grandes, vidrios oscuros que parecían blindados y por catorce segundos vio la escena cien veces repetidas. La moto de alto cilindraje que se acerca junto a la ventanilla del conductor y luego el estruendo eficaz de los revólveres o las metralletas que se descargan sobre un cuerpo que es reventado a tiros y que se desangra mientras dos hombres jóvenes sin identificar huyen en una motocicleta negra de alto cilindraje y a toda velocidad sin dejar rastro mientras la policía metropolitana de Santiago de Cali y miembros del C. T. I. de la fiscalía investigan los móviles de este nuevo crimen que enluta a la ciudad más alegre del suroccidente colombiano.
-“Mañana aparecerá la foto en El Caleño”- piensa. Y atrás en la contraportada, aparecerá la muchachita buena con su putifalda negra revelando sus más ardientes secretos de cama”. “Traqueteo” –Vuelve a repetir y para sí mismo sentencia mientras cambia el semáforo a rojo y el bus se detiene: -“¡La ciudad de los traquetos es un basurero”!
II
En el cementerio del sur de la ciudad el barro es más rojizo.
Los geólogos de la región dicen que porque dizque existen en la zona más minerales. Yo creo que es por tanta sangre derramada.
Una anciana solitaria vende a la salida del cementerio metropolitano del sur botellas plásticas de gaseosas reenvasadas con agua, para quitar el barro de los zapatos. Que porque dizque es de mala suerte llevar la tierra de los muertos a la casa, mija.
Cali es la tierra de los muertos con hambre que descalzos, calzados, sin camisa o con corbata mueren a diario, agonizan y matan.
Una mujer joven compró dos botellas de agua y empezó a limpiar sus sandalias.
-“Límpielas bien, amor, que esta agua es como bendita”
La mujer raspa residuos de barro de una sandalia con una moneda y luego paga a la anciana con un billete.
-¡Ay, mamita! No tengo nada de devuelta y por aquí no hay nadie que me desbarate ahora ese billete. Deme más sencillo.
-¡Véndame otra botella entonces! –Propone la joven-. La anciana le entrega otra botella pequeña, recoge los envases vacíos y vuelve a sentarse en una butaca debajo de un telón deteriorado que utiliza como parasol. Sobresale en su tobillo izquierdo, una cadenita de oro. Junto a unos pocos ramos de flores marchitas. La joven gasta la mitad del agua en limpiarse los pies y se lleva la botella de agua a la boca para beber el agua que sobra.
-¡Esa agua no es potable, niña! Le advierte la anciana. La mujer bebe sin respiro el agua restante de la botella, tapa el envase y lo tira al suelo.
–Tranquila, la de Cali tampoco.

III
A doscientos metros después de una larga pared, un hombre con una pala cierra, con  tierra negra, una tumba.
Algunos familiares lloran con displicencia, mientras una mujer joven toma un ramo de flores y lo pone junto al fresco montículo de tierra. Al acercarse a la tumba, embarra sus sandalias y sus pies. Da una mirada larga a la tumba y se aleja del lugar con lentitud, procurando embarrarse lo menos posible.
Sale del cementerio y llega al puesto de flores de una anciana y pide dos botellas de agua para limpiarse los pies y las sandalias.
La anciana le entrega las botellas y mientras le observa interesada una cadena de oro en los tobillos le dice: -“Límpielas bien, amor, que esta agua es como bendita”. La mujer paga con un billete a la anciana quien le dice que no tiene devuelta y que nadie le va a desbaratar ese billete.
Entonces la mujer joven pide otra botella que utiliza para terminar de limpiar la otra sandalia y bebe la mitad del agua de una botella pequeña.
-¡Esa agua no es potable, niña!
La muchacha de las sandalias, bebe el agua de la botella, la tapa y la arroja al suelo y le contesta: -Tranquila, la de Cali tampoco. Y como humo, delante de sus incrédulos ojos con cataratas, la muchacha ingresa al cementerio atravesando la pared y desaparece.

IV

Dentro de un colectivo rojo un hombre lee El Caleño, un periódico local especializado en crónica judicial y sensacionalista. Embrutecido por la lectura y el sol canicular de las 12:00 del mediodía que le da de frente, se abanica primero y luego utiliza como parasol improvisado el periódico, dejando ver la portada en la que aparece la fotografía del cadáver de una mujer joven de 23 años de edad y estudiante de noveno semestre de derecho y ciencias políticas de la Universidad San Desventura.
En la fotografía, sobresale su cabeza recostada al sillón del pasajero y su cuerpo empapado de sangre sostenido por el cinturón de seguridad. También una sandalia blanca manchada de sangre sobre el timón del vehículo.
Según la versión de la prensa:



A la monita le volearon plomo y siete impactos de bala se le anidaron mortalmente en su cuello, cráneo, tórax y abdomen, cuando se desplazaba hacia el encuentro con su compañero sentimental en una burbuja blanca de placas TQM 437  y en la que después irían a un motel del centro de la ciudad en donde a su vez y  cumpliendo la cita con su maldita adicción a las drogas, invertirían toda la tarde en consumir maracachafa y el polvo etéreo, hasta quedar sin nariz por dónde meter y con su orgía preparada e inconclusa, porque los crueles enviados de la muerte les mostraron el espejo de su parca y la mandaron al otro mundo a chupar gladiolo y a consumir pepas en el maldito infinito por toda la eternidad.



Las autoridades locales iniciaron las respectivas pesquisas e investigaciones de rigor para  dar con el paradero de los asesinos que huyeron en un montero rojo después de una lluvia de chumbimba que regaron sin mediar palabras con la víctima y que aleteó y alborotó al centro de Cali en plena calle décima en este nuevo hecho de sangre que enluta a Cali y que demuestra que ni la pecueca se escapó de la muerte porque la sandalia de Marza Gutiérrez Bejarano quedó cerca del timón en el parabrisas untada se sangre hasta la suela.



Aunque los móviles y autores de este crimen se desconocen, las autoridades creen que estos hechos delictivos están relacionados con una serie de retaliaciones y vendettas de grupos de narcotraficantes y paramilitares al margen de la ley que se iniciaron esta semana en esta capital”.



Antes de doblar el periódico, el hombre volvió a mirar la fotografía de la contraportada,  en donde una sexy enfermera de cabello largo y negro, sostenía un bombón entre sus senos inflados con silicona. Guardó el periódico en su maletín y se secó el sudor de la frente con su hombro derecho en un movimiento amodorrado. Se bajó junto a una estación del MIO en construcción en la que el fuerte traqueteo de un taladro hidráulico rompía la calle y le recordó el sonido de los disparos y que también de paso le fracturó los tímpanos, a pesar de que abrió la boca como le enseñaron en el ejército para que no le sangraran los oídos.


V

“Yo soy un payaso triste que hace reír a todos los tontos” Pensó el hombre cuando empezó su acto, frente a una veintena de niños y niñas que lo miraban con una inverosímil atención. Se había disfrazado cerca a la piscina de la gran casa y en su viejo maletín había refundido el periódico junto su nariz roja de repuesto y su peluquín multicolor de su más reciente y magnífica presentación, en la que un generoso cliente buscado por el delito de narcotráfico y pedido en extradición por el departamento de estado de los Estados Unidos, quiso obsequiar desde la clandestinidad una ruidosa fiesta a su niña de cinco años y llenar de niños su jardín familiar y contratarle por una tarde al animador infantil más reconocido del barrio de los traquetos.

Esta vez era casi lo mismo, peluquín azul y nariz de cerdo amarillo y en el salón de eventos contiguo a la azulina piscina, el tonto payaso realiza la eterna demostración de las cuatro naranjas en el aire al mismo tiempo, pero esta vez y para este reconocidísimo número el payaso infeliz, lo quiere intentar con naranjas de porcelana china que uno de los niños anfitriones le ha prestado para volver más atractivo el número. Mientras las naranjas esmaltadas brillan por el aire, el hábil y seguro payaso dejó caer una de las naranjas que se quebró contra el suelo. Al intentar detener de inmediato el juego de manos, otra de las naranjas descalabró, accidentalmente, a una niña que lloró con ira y emprendió carrera hasta la casa en busca de su niñera. Al tratar de alcanzar a niña en su frenética huida, el payaso resbaló con un helado derretido y cayó en la piscina en la más celebrada y espontanea maniobra circense de payaso caleño alguno.



VI

Por aquellos días en Cali, organizaciones oscuras como las sombras que se desplazaban por sus calles menesterosas, se acostumbraron a dinamitar edificios y estamentos oficiales los domingos en la noche.

Primero fue la central de la policía metropolitana de Cali sobre la carrera primera con la calle 21. Luego,  un carro-bomba de detonación magnífica ocasionó la destrucción total a varios locales de floristerías. En el carro – bomba abandonado frente a las instalaciones de la policía, la destrucción había alcanzado a varios locales comerciales de repuestos y autopartes al igual que una docena de concesionarias asiáticas que vendían en promoción de sobreoferta, las motocicletas en las que trabajan y delinquen los empíricos sicarios jóvenes y que afectaron a varias cuadras a la redonda, ¡Ah!, y que también dejó un saldo trágico de tres muertos y una mujer que sobrevivió esa madrugada porque era enfermera y acababa de asistir con éxito a una madre en un parto complicado.

El  segundo atentado por aquellos años fue otro domingo nocturno, diecisiete meses después frente al edificio del Palacio de Justicia. En la calle décima, la de las flores para los muertos y la calle de los semáforos averiados y los huecos en el pavimento.

Ochenta kilos de dinamita provocaron esa noche 5 muertos y más de 25 heridos, entre ellos una decena de indigentes.

Cuatro personas habían muerto con la onda contundente de la detonación inicial. Uno de ellos,  un taxista que transportaba en su último recorrido de la muerte en su taxi, a la misma hora y por el mismo lugar de la tragedia, a dos jovencitas que acababan de terminar su turno como meseras en un pizzería del sur de la ciudad en el mismo taxi que hacía sólo un par de días,  había sacado su conductor del taller y al que le había mejorado la latonería y la pintura.

Otra de las víctimas fatales fue una señora que se le atravesó al recorrido rebelde de una bala que fue disparada por un policía azarado y que debía anidarse, según designios inescrutables, en una pared sin dueño ni rastros de grafittis. Después de dispararles varias veces a otros delincuentes distintos a los del carro - bomba que intentaban saquear una tienda llena de productos vencidos y ratones llenos de harina.

La desgracia para la familia del taxista era inclemente. Dos años atrás su hermano también había sido asesinado por equivocación en uno de los barrios populares del oriente de la ciudad y había dejado a su hermano taxista sus dos hijos huérfanos menores de 8 años y que desde su nuevo rol de Tío – padre por encargo, el taxista de 31 años había asumido sin reservas y con todo su amor, a los dos sobrinos idénticos al rostro de su hermano que habrían podido ser sus hijos propios en otra vida.

Paradójicamente, tres días antes en el sur de la ciudad habían demolido también con dinamita las edificaciones de un tradicional colegio estrato 4, pero se utilizó un procedimiento y dispositivo de seguridad con las medidas preventivas de rigor y mucho más técnico y dirigido de implosión, que no levantó tanto humo como la explosión que mandó a la eternidad también a dos indigentes que sudaban con el frio de la noche y se calentaron con el fuego de la desmembración y degollación inmediata entre un reguero de huesos que quedaron sobre la calle esparcidos como arcilla y carne chamuscada y viva. Las fotografía de la demolición que aparecieron en la primera página del periódico El País del colegio Villegas había sido una augurio periodístico de lo que ocurriría aquel domingo en el que todo parecía para las autoridades controlado y en estado de pocas novedades especiales, exceptuando, claro, el rutinario reporte policial de un sólo fin de semana: los treinta y cinco accidentes de tránsito de rigor, en los que los conductores ilesos y lesionados estaban en estados de alicoramiento, las virulentas riñas callejeras con armas blancas, los innumerables atracos con arma de fuego, los dos suicidios semanales, los niños que encontraban guardados revólveres calibre 38 largo en el armario de su casa y la munición envuelto en un par de medias rotas  y le estallaban el cráneo por juego, venganza o error en la frente de sus primos, más las violaciones sexuales a los menores de 12 años por parte de venerables ancianos y decrépitos abuelos, los casos de fleteo y robos bancarios, en los que los delincuentes utilizaban escopolamina para intoxicar y robar aún más a la gente, los raponeros clásicos de la calle trece, los robos de motocicletas asiáticas, de las mismas que utilizan los sicarios empresarios de la muerte para huir sin rumbo desconocido, los robos de automóviles, los travestis abaleados en los glúteos de la avenida sexta, las dos prostitutas veteranas acuchilladas en San Nicolás –junto a la iglesia-, los escapes de gas natural en dos moteles del occidente de la ciudad y los casos de niños recién nacidos abandonados por sus madres en matorrales y rastrojos, junto a alambres de puás oxidados y dos ratas infestadas de rabia que les lamían las mejillitas moradas por el frío y les prestaron los primeros auxilios.

El mismo Presidente de la República había dirigido esa tarde  un extraordinario y tedioso concejo de seguridad repetido 10 veces en los últimos dos años en la ciudad del calor y la salsa y los mil millones de devaluados pesos colombianos que ofreció el gobierno nacional y departamental como recompensa que nunca se cobró porque nadie dijo ni vio nada y aunque por las noches entre semana daban una serie o telebobela de televisión titulada “El cartel de de los sapos”, nadie quiso reclamar su bandeja de oro llena de moscas ni delatar a nadie. Esa misma tarde el presidente de los colombianos había llegado de afán procedente de una región apartada de la costa atlántica dónde manos ineptas o inescrupulosas manipulaban más de 120 barriles de cianuro y las dejaron naufragar en un río de peces suicidas.

Con las explosiones terroristas o dirigidas, se acumulaban cada vez más escombros en la capital del suroccidente colombiano que se quedó en el mes de junio pasado sin depósito de residuos sólidos dentro de su perímetro urbano porque al botadero de basura de cielo abierto de Navarro no le cabía ni un kilo de basura más ni ningún gallinazo carroñero de municipios vecinos sería bienvenido ni porque revoloteara extasiado por la otrora sucursal del cielo. En el último mes la ciudad había importado desde Alemania y Gran Bretaña nueve camiones recolectores de basura, sin radio, que eran insuficientes también para recolectar tantos cadáveres de pequeños neonatos abortados por sus madres y arrojados como cualquier desperdicio orgánico en bolsa plástica negra al camión de la basura.

Y mientras tanto, el payaso infeliz,  sin su  nariz roja puesta,  elegía en un bar del norte de la estremecida ciudad a la joven prostituta con la que quería saciarse en esa noche. Tiró al suelo la doblada tarjeta de su último cliente y le dijo a la muchacha linda de sexy putifalda negra y senos con pezones de mamá nueva, mientras veían las imágenes mudas de un destartalado televisor que repetía y repetía el recuento de la tragedia madrugadora, en la que se apreciaban entre otras cosas, diligentes empleados del sistema judicial recogiendo expedientes, archivos y folios de procesos amarrados con cabuyas y que guardaban las historias más denodadas y cínicas de los delincuentes comunes de Cali y de los delincuentes más avezados de la región con especialización en narcotráfico aéreo y terrestre con maestría y doctorado en extradición y paramilitarismo, y que transportaban en un helicóptero desde Cali a una ciudad vecina del eje cafetero, escondida en una caleta, más de dos mil quinientos millones de pesos, y las voces de las periodistas del noticiero sensacionalista y con abierto apoyo al gobierno no se escuchaba porque sonaba justo en ese instante El gran combo de Puerto Rico a todo volumen en su canción triste que recordaba con ritmos alegres que “lo que me vayan a dar que me lo den en vida… que me lo den, que me lo den, que me lo den en vida”… que hacía mover las luces en el salón del bar para todos lados y la cadera exótica de la bella ramera juvenil. ¿Cierto, mami, que Cali está hecha un mierdero?

En la pequeña y sucia habitación la muchacha desnuda empieza su trabajo. Primero asqueada y luego del primer acto, mitad complacida y mitad resignada. Mientras contemplaba vanidosa su propio reflejo en un espejo pegado al techo, realizaba diferentes muestras de malabares de cama al excitado payaso sin disfraz, que jugaba a la física cuántica con la fiesta de sus cabellos largos, ondulados y negros que caían justo en los pezones erectos de la muchacha y que a su vez cantaba vallenatos tristes mientras emitía con toda la cátedra de la sensualidad adquirida, gemidos suaves y sobreactuados sobre el cuerpo del payaso. Conocía y realizaba a la perfección su función y  era sin duda, en el lugar, una excelente profesional en su oficio como una experta de sólo diecisiete años y con dos hijos pequeños que mantener y que hace del amor una bola encendida de sexo que giraba con la furia de su fuego y que se mueve como la licuadora, mami, y que aruñaba con sus uñas rojas los glúteos y la espalda del hombre de la risa triste y que le hacía estupendas piruetas circenses en la cama sin sábana y sin amor para complacerlo y hacerlo reír un ratico, papi, sin haber leído ni visto ni siquiera una lámina a blanco y negro del kamasutra, el alma y el cuerpo por sólo veinte mil pesos, un cigarrillo sin filtro, una cerveza al clima y el valor de un condón mal puesto. La muchacha ejercitaba su cuerpo en silencio que se bañaba de un sudor matizado por el rojo derivado del pequeño bombillo al alcance de las manos del payaso acostado que complacido reía sin peluquín ni testigos y daba órdenes obscenas y tiernas muy divertido a la caliente y joven hembra que procuraba obedecerle y que cada vez más sumisa y excitada cumplía al pie de la letra con su gimnasia mística y se comportaba como una fiera salvaje en celo que satisfacía a su presa a la carrera,  porque apúrele, papi, que no demoran en tocar la puerta… ¿Ya?... ¿Se vino? ¡Hágale pues, mi amor, rápido!...  ¡Ay! ¡Ah! ¡Ah! ¡Oh, sí! ¡Ah!...

Veinte minutos de una función discreta, exclusiva y furiosa entre risas ruidosas, retozos, gemidos y sollozos de encierro porque el payaso guardaba en su mente y en la memoria de sus genitales la imagen de esa misma muchacha que trabajaba en el centro y que por el estruendo de una bomba, una noche de domingo y en la madrugada acelerada de un lunes primero de septiembre, tuvo que irse al norte a rebuscarse para vivir, camuflada en un burdel de lindas colegialas baratas,  y a decirle sí,  a un infeliz payaso libidinoso que pagó el ratito con dos billetes falsos y una tarjeta, mi amor, por si piensa hacerle en diciembre la fiestica al niño, mientras la fiscalía hacía el levantamiento y reconocimiento de 5 cadáveres que quedaron estampillados en la calle como bolsas de basura desechas sin indigentes vivos para recoger el reguero de fragmentos de cuerpos en los andenes ni bomberos que limpiaran con sus mangueras remendadas la sangre en el pavimento.


VII

La hermosa y rubia Marza invocó a su ángel custodio y apagó la luz de la lámpara de su habitación. Debía madrugar al otro día a la universidad de la Desventura en la que cursaba último semestre de derecho y ciencias políticas a la sustentación inicial de su proyecto de grado que versaba sobre la nueva reglamentación y disposiciones legales de la aplicación de cuatro leyes aprobadas por el congreso de la república para favorecer en el proceso de resocialización del menor infractor.

Hacía sólo dos días había visitado el centro de reclusión para menores de Cali y sin duda, esa reciente visita despertó su sensibilidad y hasta había contemplado apadrinar a dos menores de edad que estaban siendo inculpados por asesinar a puñaladas a un sacerdote que los acosaba y que no quiso darles limosna.

El padre de Marza había acabado de darle un beso de las buenas noches en la frente para que no tuviera pesadillas y le había dejado un llavero en el que estaba la llave de la camioneta Ford Explorer color blanca de placas WQT 743 de Cali, recién tanqueada y de aparentes vidrios polarizados.

A pesar del cálido beso y los buenos deseos de su padre, su otro ángel de la guarda, de 48 años, viudo y juez de control de garantías de la república, Marza tuvo la siguiente pesadilla:

Caminaba por una senda extensa y solitaria y al final del camino aparecía su madre vestida con un camuflado militar quien la llamaba con la mano. De repente el cielo se oscurecía y el camino se transformaba en un deteriorado puente de guadua  por el que debajo corría un río con aguas residuales, en las que flotaban en estado de descomposición ranas, ratas, gallinazos y murciélagos. En un instante,  sus piernas estaban hasta las rodillas entre las aguas más pestilentes y espesas de la putrefacción y sintió que alguna alimaña subacuática le arrancaba de un mordisco en el tobillo su cadenita de oro que le había regalado su madre de regalo cuando cumplió quince años.

Marza se despertó a media noche más que asustada y antes que llamar a su padre para contarle el sueño prefirió llamar de su celular en la penumbra de la habitación a su novio de toda la vida quien le contestó después del tercer intento más dormido que preocupado. Marza le relató el sueño y él pensó que también estaba soñando y sólo se limitó a decirle que los sueños con agua sucia era dinero abundante por venir y que los animales del bosque eran los amigos del veterinario del zoológico de la ciudad que querían muy posiblemente salir a rumbear con ella el viernes en la noche. Marza oprimió el celular para apagarlo decepcionada y cuando recordó de nuevo fragmentos tan reales de la pesadilla se buscó de inmediato en el tobillo, bastante asustada, la cadenita de oro y al palparla con la mano se sintió un poco mejor y reconfortada con el recuerdo de su madre que había muerto en cautiverio en manos de unos secuestradores de la guerrilla que además de mil quinientos millones de pesos querían y pedían al señor fiscal seccional que por favor se fuera para siempre del país y se radicara en Australia.

Cinco horas después Marza se levantaría de su cama, para bañarse por sí misma y lavarse por última vez su cabello rubio con champú y acondicionador de manzanilla para cabellos claros, diez horas después se estaría procediendo al levantamiento de su cadáver en el interior de la camioneta abaleada y en la cocina quedaría el vestigio de su desayuno esa mañana, sólo jugo de naranja con la mitad de un pandebono que quedó en la cocina como banquete de las hormigas  y almorzaría en la universidad arroz con pollo y salsa de tomate y en la tarde sería asesinada por dos sicarios que en realidad buscaban a su padre por que iba a condenar en juicio oral en las próximas horas a un presunto narcotraficante acusado de enviar entre ropita para bebés a México, Canadá y Estados Unidos sólo tres toneladas de cocaína de alta pureza.


VIII

Una sola persona muerta,  víctima del terrorismo en España y en algunas regiones de Europa, desata, convoca y alienta, la organización de manera solidaria y espontanea, y, en sólo cuestión de minutos, multitudinarias marchas de protestas y mancomunadas voces de repudio a antiguos terroristas como los de la E.T.A que se sentían menos criminales por anunciar a las autoridades con horas de anticipación el lugar y la hora exacta de la próxima acción terrorista se escuchan y multiplican en todo el mundo.

En Cali, como en algunas regiones de Colombia los muertos no impiden el partido de fútbol ni la emisión nocturna de la telebobela en horario estelar.

Quizás, por otra parte,  los terroristas criollos se hayan burlado de las dos más recientes marchas contra la violencia que fueron transmitidas en directo para todo el mundo y que algunos intelectuales con afán protagónico lideraron y en las que asistieron más de 14 millones de personas con camisetas blancas.

Los ataques con carro-bombas, tal vez sensibilicen a miles o millones de colombianos que aunque no lo reconozcan, han terminado por acostumbrarse a la violencia y hasta han edificado una silente cultura de la muerte. Porque dirán, tal vez, que está escrito en los empolvados anaqueles de la historia moderna y que siempre desde el nacimiento de la república se han presentado beligerantes procesos políticos y un sinnúmero de violentos procesos de emancipaciones en el país, desde la cruenta conquista en la que los mismos españoles que ahora marchan en contra del terrorismo, daban a escoger a nuestros nativos invadidos, sin más opción, la cruz católica, para perdonar la vida en nombre de Nuestro Señor Jesucristo y evangelizar, a los que según ellos eran seres inferiores o la espada afilada para cercenar, la cabeza y el pene de aquellos dizque animales salvajes con taparrabos e impíos que se resistían a aceptar una religión hipócrita y de doble moral que nos ha sometido y aconductado más, en beneficio de los propósitos mezquinos de las grandes potencias y de los nuevos imperios decadentes, hasta lidiar con los procesos revolucionarios e independistas en los que hubo saqueos, incendios, insurrecciones, masacres, fusilamientos y decapitaciones en las plazas públicas; sublevaciones sangrientas de devastadores resultados que enriquecieron rápidamente a los propietarios de las funerarias y a la Iglesia católica propietaria vitalicia de los cementerios del país e innovaron con la criolla artesanía los modelos y estilos de los ataúdes inaugurados con viscerales guerras bipartidistas a caballo, a pies descalzos y con machetes en la que hasta a los perros de una familia liberal o conservadora se le sacaban los ojos y se quemaba junto a todos los integrantes de la familia por un color de un trapo roto, con líderes y caudillos inmolados y mutilados y que para qué, carajo, se escandalizaban los colombianos si el país ya había vivido su bogotazo, su toma miliciana al mismísimo Palacio de Justica en Bogotá, la otrora Atenas surámericana y sus guerras civiles, sus masacres bananeras, cafeteras, petroleras, esmeralderas, caucheras, cañeras y con guerras civiles de cien o mil días, sin caballos de Troya que sorteamos sin ayuda de las grandes potencias civilizadas que se han entretenido desde remotas épocas con algunas guerras mundiales, con mejores argumentos y proyecciones de nivel del coeficiente intelectual y armamentista, porque cómo se le ocurre, mijo, comparar esas nobles e insignes batallas con las ocurridas en la época de la Gran Patria Boba y recuerde que ahora estamos haciendo méritos para construir la nueva historia con la República con síndrome de Down y la epidemia de la barbarie en donde nuestro más alto nivel de civilidad y tolerancia, se ha demostrado al expresar nuestra más aguda amnesia con la capacidad improvisada para olvidar y sepultar junto a cada uno de nuestros muertos acribillados los recuerdos dolorosos y las páginas más amargas de nuestra historia frágil y brutal, con los miles de desaparecidos que se suman a una eterna lista de espera entre fosas comunes jamás halladas. Las noticias crueles y más escalofriantes que a las pocas horas de acontecidas se devalúan y son de inmediato superadas por otras más macabras y horrorosas como la del padre criminal que secuestró y mató a su hijo de tan sólo once meses de edad asfixiándolo en un municipio del centro del país para no tener que dar la cuota alimentaria mensual y que tan sólo dos noches antes había aparecido en un noticiero nacional, compungido y clamando justicia y rezando por la protección de su bebé cuyo cuello había destrozado entre sus manos, y claro, de nuevo la amnesia colectiva desarrollada por nuestra innata capacidad de tolerar la descomposición social y la desmembración familiar de esta sociedad enferma que se divierte, entretiene y regocija con la transmisión en directo del velorio y las exequias de un bebé de once meses. Esta sociedad actual con los valores olvidados que ya no se deja sorprender con los cientos de cadáveres que han dejado las bombas en ataques terroristas, los miles de desaparecidos y los miles de niños maltratados, ultrajados, violados, explotados y asesinados, y los cientos también de menores de edad mutilados en una guerra fratricida y con las minas anti-personas que ayudaron a volver más famoso a Juanes y a Shakira o que perecen bajo el sino maldito de las balas perdidas que siempre los encuentra inermes en la calle y se anidan mortalmente en mitad del cráneo y las explosiones que aparecen tan naturales en los periódicos y registrados en las imágenes de los noticieros internacionales que hacen eco mundial para honor y eterna gloria de la nación que puso de moda en el vasto panorama universal las inverosímiles pero fidedignas casas-bombas, caballos-bombas, collares-bombas, bolígrafos-bombas, libros-bombas, fetos-bombas y el flamante violador y asesino de más de 170 niños que tuvo su especial de televisión un domingo y que quedará en libertad en pocos años ante la mirada oculta de la señorita Justicia que sostiene la balanza desequilibrada y que ya es señora porque ha sido  violada varias veces y hasta hemos aportado al mundo académico, científico y contemporáneo conceptos y principios valiosos para el psicoanálisis, el periodismo y el estudio y desarrollo de la sociocrítica en un abrazo sangriento y herido de la sociología, la violentología, estudiada, por supuesto, por violentólogos extranjeros y colombianos que realizan sus estudios en las principales ciudades del país o que toman su diplomado o maestría a distancia gracias a las nítidas imágenes de la CNN en español o de los canales privados de la televisión nacional que envían al satélite y a todo el universo para que las enrevesadas ondas siderales de amplio espectro lleguen hasta los vecinos marcianos y a los extraterrestres más lejanos del cosmos, para que vayan viendo muchachos cómo son aquí las cosas y para que no se les ocurra venir ni acercarse patrocinados por algún imperios terrícola camuflado a robarse el agua por estos lados o que como somos el país más alegre y optimista del mundo, mire que estuvimos muy de buenas, porque mire que el carro- bomba del domingo fue activado a las 11: 58 de la noche, y mire que a esa hora un domingo hay muy poca gente en la calle. ¿Se imagina usted lo que hubiera pasado si la bomba estalla a las 10:00 de la mañana de un lunes laboral? ¡Por Dios, vecina, el montón de muertos que hubiera habido!

En la fiesta nueva hay muchas bombas de colores por inflar.

El payaso se maquilla, se disfraza y se acomoda hoy mejor en su cabeza el peluquín negro, porque algunos en el país están de luto pero la función debe continuar.


IX

En un taxi el payaso vestido de civil se dirige a otra fiesta al sur de la ciudad. Admirado con la claridad del día contempla algunos avances de las obras del MIO que desde hace más de cuatro años, recuerda, empezaron prometiendo ser la solución al caos vehicular de su ciudad y terminaron caotizándola aún más. El taxi se ha salvado de caer en la red de dos retenes policiales y ha sobrevivido también a tres huecos con características de cráteres que sorteó por fortuna y peripecia el conductor del taxi  con dos zig – zag irreverentes estimulado por la música del equipo de sonido del automóvil que entre su veloz y surrealista amarillo pollito se impulsa con los ritmos cálidos del volaré, oh, oh… Cantaré, oh, oh, oh, oh… viajando entre nubes de sul… y azul pintado de azul…

El payaso nostálgico mira por la ventanilla del taxi hacia el cielo diáfano sin ninguna estela de nubes sobre la atmosfera de julio en la que también se divisan entre el paisaje del vasto firmamento caleño un centenar de cometas que terminan enredadas en los cables eléctricos de los postes y al bajar la mirada hacia los amplios ventanales de un edificio, se detiene con sincero interés en  un hombre que amenaza con tirarse al vacío y recuerda en ese preciso momento que se le olvido sacar la basura del apartamento y que para aumentar sus penas olorosas también recuerda que su más reciente comida fue pescado.

Sabe que para esta fiesta todo debe salir perfecto y sin la menor mácula de errores, pues muchas de las familias más pudientes del sur de la ciudad le han empezado a crear una mala fama de animador infantil torpe que además estimula innecesariamente la sensibilidad de su clientela infantil y sin piedad y quizás, premeditadamente, hace llorar a los niños. Al arlequín de las narices multicolores no le conviene resbalar ni caer en piscinas sobrecondimentadas con cloro si quiere ponerse al día con sus más de quince acreedores y si quiere mantener su reputación del genio vallecaucano de las mil narices.

Hoy lleva preparado en su maletín viajero un número distinto. Es un viejo truco que le ha tocado adaptar para mostrarlo a los niños como una brillante novedad de payaso arrítmico que quizás le toque muy posiblemente también bailar y perrear con los niños al ritmo de estruendoso reggaetón mientras revientan la piñata y él hace su manido espectáculo de los zapatos al revés.

Justo en mitad de la fiesta irrumpen sin mediar palabra varios hombres uniformados de policías fingiendo un allanamiento de rigor que para hacer más creíble complementan con disparos certeros sobre vitrales y muebles que gimen de inmediato ante la estampida infantil de la dulce fiesta que sería memorable por la reconciliación de payaso y la niña bella de las trencitas estilo riñón y las cintitas rosadas, si dos proyectiles impertinentes y temerarios, no se hubiesen incrustado en la espalda del payaso y la niña inocente de nueve años que no alcanzó a preparar su mejor sonrisa para recibir a la señora Muerte que se entró a la fiestecita sin la invitación hecha en fommy y sin llevar regalo.

Entre sillas plásticas tiradas de cualquier manera en el jardín de la piscina, sobre helados derretidos los dos cuerpos muy cerca uno del otro y del pastel de chocolate se disponen a ascender al cielo en dónde será expulsado el payaso y la niña será registrada como Marcela Camila Solís Aranguren una futura bacterióloga que no estaba planillada para morir a los once años y que jamás podría ver los anticuerpos en microscopio digital, mientras sus asesinos felices con el botín hallado en una de las tantas caletas del garaje se van en una camioneta tipo band azul en la que el radio, cuadras después vuelve a permitir escuchar la última canción que escucharía al payaso antes de irse a hacer reír a los supervisores del averno: Azul, pintado de azul… Azul, pintado de azul… Azul, pintado de azul…

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El primer día de noviembre la anciana vendedora de flores marchitas y agua del cementerio Metropolitano del sur tiene junto a sus flores un vaso lleno con agua y un rosario.

Aguarda ansiosa a la aparición de la muchacha de todos los domingos e inclusive piensa devolverle al bello espectro de sandalias lo que le pertenece. La cadenita de oro está sobre una mesita de madera y junto a una flor blanca.

Varios niños pasan elevando cometas por su lado pero poco se interesa en ellos, porque sabe que después vendrán a pedirle dulces y no quiere lidiar con nuevos espíritus juguetones.

Casi al medio día ve aparecer a dos jóvenes que vienen a comprarle agua.

La anciana le muestra sin hablar la cadenita, pero las muchachas sólo toman agua del vaso, lo beben y desaparecen por dónde vinieron.

En aquel instante, la anciana toma la cadenita y la arroja por encima de la pared y la devuelve con enojo al  lado del cementerio. Después de un momento de crudo y absoluto silencio aparece una niña con trenzas estilo riñón y con cintitas rosadas atadas al cabello a pedirle el favor que le ponga la cadenita en el pie. La anciana toma la cadenita y con tranquilidad se la pone a la niña que se va sonriente mientras un payaso de traje vistoso y espléndido hace equilibrio en un monociclo mientras manipula sonriente y hace malabares con cinco naranjas que arroja al aire. Tiene puesto en su cabeza el peluquín amarillo fiesta y aunque su sonrisa no se muestra de oreja a oreja si proyecta la felicidad por estar acompañado por la que hubiera sido la más importante bacterióloga del país y la juez más hermosa de la república que habría de sobrevivir a tres atentados terroristas pero que extraditaría con su mar de pruebas a los tres más grandes narcotraficantes de la historia.

Según comentó una vez ebrio el ángel de la guarda de la niña que murió, este no pudo salvarla por la prohibición que aplica para todo el ejército de ángeles celestiales al servicio divino que cumple con sus pasantías en Cali,  porque sencillamente, como lo pregona el payaso al referirse a la ciudad que lo vio morir mientras hace estupendos y estúpidos malabares: “La ciudad de los traquetos es un mierdero”.   

Septiembre de 2008.









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